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Érase una vez una ministra a la que encargaron la tarea de salvar a su reino de un terrible mal, la despoblación. Lo llamaron ‘reto ... demográfico’ porque los políticos rara vez saben decir las cosas por su nombre. Así que, en su papel de ‘salvapueblos’, esa ministra decidió que la mejor manera de ayudar a los moradores de villas y aldeas, sobre todo a los pastores, era proteger al lobo. Así es como se convirtió en Anticaperucita Ribera.
Si el pobre de Perrault levantara la cabeza. Ni miel, ni cesta, ni capa roja. Ella sola se ha encargado de retorcer los personajes hasta destrozar el cuento, el bueno de la historia es el lobo y el leñador-ganadero es el malo-malísimo que quiere matarlo. Con moraleja añadida: el que tiene el poder para cambiar las normas es el que manda, proteste quién proteste. Sería paradójico si no fuera algo mucho más ofensivo que quien ha recibido el mandato de luchar por la supervivencia de la gente de los pueblos sea la misma que le dé la puntilla a muchos de ellos.
Ganaderos a los que no les hace ni puñetera gracia el cuento. De los que duermen a sobresaltos, con un ojo y un oído medio abiertos por si esa noche es la que les toca la macabra quiniela de los ataques de lobo. Solo lo saben quienes lo sufren, por eso, no estaría de más que los que toman las decisiones detrás de una mesa de despacho, calzando zapatos lustrosos y entre aromas de caoba, pasasen una semana pisando cagarrutas. Podrían elegir entre una de las muchas granjas al sur del Duero que están en peligro de extinción. Este territorio que solo tiene el 25% de los ejemplares de lobo pero que concentra el 75% de los ataques. Allí es donde ahora no se puede cazar. ¿Casualidad? Va a ser que no.
Ahora, la Anticaperucita Ribera ha aprobado que eso mismo pase también el norte del Duero, y el temor, fundado, es que los ataques se multipliquen. Solo el recurso judicial de autonomías como Castilla y León pueden frenarlo pero se antoja complicado fiarlo todo a esa carta, así que las organizaciones agrarias anuncian voz en grito la convocatoria de movilizaciones, de dudoso efecto dada la anestesia general que provoca en los políticos las protestas de según qué colectivos.
La vicepresidenta tercera se ha entregado incondicionalmente a la retórica de los ecologistas de asfalto y hormigón. Pero hay otro discurso ecologista, el del pueblo, que no hace tanto ruido en las redes sociales pero que tiene la solvencia de la tradición, apuntalada en la historia. Voces que defienden la pervivencia del lobo, pero con el control cinegético de la especie, como ocurre con otros animales salvajes. A no ser que quieran también ver a los jabalíes buscando comida en las ciudades. Ni blanco ni negro, porque en esto hay una gran paleta de grises. Lo que no hay es ni rastro de rojo, de eso se ha encargado ya la Anticaperucita Ribera, para algunos, la verdadera bruja del cuento.
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