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No sé si les pasará a ustedes, pero hay muchas cosas que a mí no me cuadran de esta crisis del coronavirus. No entiendo, por ... ejemplo, cómo Madrid puede tener una incidencia parecida al País Vasco cuando miles de personas usan a diario el Metro de la capital de España sin guardar la más mínima distancia social en la que tanto inciden las autoridades para librarnos del virus. Tal y como nos presentan las posibilidades de contagio en el interior de bares y restaurantes, este transporte público debería ser un auténtico infectódromo y, sin embargo, parece que no es así. No comprendo tampoco que las curvas de contagios se dobleguen a la misma velocidad en comunidades autónomas con niveles de restricción muy diferentes. Ni llego a asimilar que de repente la gripe haya desaparecido en nuestro país como por arte de magia y mascarilla. Es raro.
No crean que por estos barruntos me voy a echar en brazos de las teorías conspiranoicas, esas que dicen que el coronavirus fue creado en un laboratorio y se extiende a través de las redes de telefonía 5G. Las mismas que pregonan que detrás de esta pandemia existe una elite oculta –con Bill Gates y George Soros como cabezas visibles- que intenta tomar el control de la Humanidad a través de las vacunas. Me recuerdan demasiado a las películas del agente 007 y el doctor No.
Tampoco me trago la corriente que relaciona la pandemia con la cumbre de Davos, la agenda 2030, el transhumanismo o el intento de las grandes compañías tecnológicas por controlar nuestra forma de pensar. Llámenme ingenuo, pero todavía confío demasiado en el ser humano.
Desde tiempo inmemorial la propaganda ha intentado influir en nuestro cerebro. Hace mucho tiempo que las agencias publicitarias ya no venden cosas sino estilos de vida. Y les funciona. Y ‘San Google’ y Facebook, las grandes sirenas mundiales que nos envuelven con sus cantos del gratis total, sabían más de nosotros que nosotros mismos mucho antes de la propagación de este maldito virus.
Sin embargo, nadie podrá negar que, después de un año de sufrimiento, parece que estamos anestesiados.
Nos dicen que en un espacio público, ya sea abierto o cerrado, solo pueden juntarse cuatro personas no convivientes y en una terraza, la cifra puede llegar a seis y tragamos.
Nos prohíben ir a ver a nuestros padres porque viven en otra comunidad autónoma mientras nos merendamos imágenes de hordas de franceses que -como bien decía Arguiñano- llegan a Madrid en avión a mamarse como osos y acabamos dándonos a la bebida en casa.
Un día imponen que solo se puede ir a misa de veinticinco en veinticinco, independientemente del aforo del templo, y rezamos por ellos.
Nos prometen que si conseguimos mejorar nuestra situación epidemiológica, bajarán las restricciones -algo fundamental para la supervivencia de muchos negocios- y, de la noche a la mañana, se pasan la promesa por el arco del triunfo y nos convencen para seguir recluidos varias semanas más. Y ni rechistamos.
Se cuelan a la hora de ponerse la vacuna y nadie es capaz de correrlos a gorrazos.
Te impiden asistir a ver a tu equipo de fútbol al aire libre o echar una pachanga con tus amigos en un parque, pero te convocan elecciones en Cataluña y en Madrid, que lo primero es lo primero.
Apostamos todas las fichas del ‘black jack’ a las vacunas, las farmacéuticas incumplen descaradamente sus compromisos con los gobiernos, y ninguno es capaz de liberar las patentes para acelerar la producción y salvar vidas. ¿Nuestra respuesta? Resignación cristiana.
Los atentados del 11 de marzo en Madrid, en los que murieron 193 personas, consiguieron cambiar un gobierno. Y después de 75.000 fallecidos por coronavirus, aquí estamos. Dormidos.
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