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Os cazaremos y os haremos pagar lo que habéis hecho, ha amenazado el presidente del país más poderoso de la tierra, a los autores del ... atentado del aeropuerto de Kabul. Suena a desquite, escarmiento, venganza. Hay que tener en cuenta que Joe Biden es católico; que en cada uno de los dólares figura “En Dios confiamos” (In God we trust); y que el juramento de lealtad se hace “Bajo Dios” (Under God), introducido por Eisenhower para que las armas espirituales fueran siempre el recurso más poderoso de su país. Por tanto, cabría recordar a Biden el evangélico “poner la otra mejilla”; o que de seguir la Ley del Talión, el “ojo por ojo y diente por diente”, lo haga en su mejor lectura, es decir que la represalia sea proporcional al ataque, no desmedida. Porque -para entendernos-, a quien entra en tu jardín de noche a robar, no se le puede matar de un disparo, digan lo que digan los defensores del septuagenario de Ciudad Real, al que la juez ha enviado a prisión. Algunos lectores recordarán por su bárbara desproporción, el suceso de Puerto Hurraco, que empezó con un litigio de lindes; siguió por un desdén amoroso; luego un incendio con una madre muerta; y acabó con dos hermanos de la repudiada que dijeron ir a tórtolas, ¡con cartuchos de posta! Total, nueve muertos. Entre la legítima defensa o el desquite, y la venganza, hay fronteras muy sutiles. La antipatía que provocan los “yanquis” obedece a su poderío económico y militar, como le sucedió a España cuando fue un imperio en el que no se ponía el sol. Todavía padecemos nuestra leyenda negra, lo que en un excelente y difundido ensayo María Elvira Roca bautizó como “imperiofobia”.

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