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Llámenlo como quieran: odio, malquerencia, hostilidad, tirria, resentimiento... Cualquiera de estos términos nos permitiría aproximarnos a la situación de agresividad social con la que hemos ... salido a la calle tras el aislamiento al que nos ha obligado la pandemia. ¿Quién dijo que del confinamiento íbamos a salir más humanos, mejores personas? ¿Quién, que las liras de los balcones, tal si las hubiera tocado el mismo Orfeo, nos iban a repatriar al mundo como fieras apaciguadas?
No ha hecho más que abrirse la veda y echarse a la calle la violencia, como si nadie fuera capaz de soportar siquiera que le siga su propia sombra. El horizonte incierto, la merma de libertades, la falta de trabajo, las colas del hambre, la insultante arbitrariedad de las alianzas del gobierno de Pedro Sánchez... nos han devuelto al mundo en un peligrosísimo estado de irritación y vulnerabilidad que, de no ponerle freno, puede traer graves consecuencias.
¿Cómo es posible que poco más de tres meses de encierro hayan sido suficientes para criar en el personal tanta y tan malaleche? Las noticias diarias de los medios de comunicación no hacen sino poner en evidencia esta realidad: insultos por no llevar puesta la mascarilla, por no guardar la distancia de seguridad, por esto, por aquello... la cosa es discutir, morder, despotricar.
La “suelta” a la “nueva normalidad” augura ser peor que una revuelta rabiosa de perros. Pero ¿qué puede esperarse cuando en la perrera gubernamental los mastines llevan meses tirándose a la yugular del otro, sin tregua y sin piedad? Siempre se ha dicho que los representantes de un pueblo no son sino el espejo del propio pueblo. De ahí que su torpeza, su soberbia, sus abusos comiencen a ser los nuestros. No me atrevería a decir quién sería capaz de revertir esta situación. Lo que sí tengo claro es que urge un discurso de razón y de consenso, antes de que sea demasiado tarde. Como dijo Sartre, basta con que un hombre odie a otro, para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera.
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