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POR esas caprichosas casualidades del destino, mi hijo Javier vino al mundo hace hoy exactamente 17 años. Bonita edad, pensará más de uno de ustedes con cierta sorna si ha tenido un adolescente en casa.
El mozo, que acaba de sobrepasarme en estatura, es un ... chico de su tiempo. De esos que cierran la puerta de su cuarto tras franquearla al llegar del instituto, de los que pueden pasar horas y horas delante del ordenador jugando con sus amigos al League of Legends, de los que no atienden a la televisión ni escuchan la radio y prefieren mirar el mundo a través de YouTube, de los que -ingenuo- piensan que pueden aprobar las Matemáticas viendo vídeos en lugar de desgastando lapiceros.
Como a muchos otros jóvenes de su generación, le gusta el rap. Incluso, como dice Coti en su canción, hace rimas para ser feliz. Y confieso que no se le da mal. No es amor de padre. Sus letras se adentran en temas sociales y, en ocasiones, retratan sin saberlo el “no future” con el que los Sex Pistols reflejaron la decadencia moral de los setenta. Recurrencia pura. Y lo hace con un peculiar estilo lírico, nada que ver con la chabacanería barata, macarra y manipuladora del tal Hasél.
Hoy precisamente tiene examen de historia universal contemporánea. La segunda revolución industrial, el imperialismo... No sé qué tal lo llevará. Siempre dice que bien. El caso es que después de intentar memorizar las andanzas de Otto von Bismarck me ha preguntado: “Oye, papá, y esto de aprender nombres de alemanes que ya han muerto, los tratados que firmaron y fechas y más fechas, ¿realmente me sirve para algo?” La pregunta del millón. La respuesta clásica de manual: “Estudiamos historia porque nos ayuda a comprender el presente y a aprender de los errores del pasado”. Por su arqueo de cejas y mirada de escepticismo, no parece que el argumento haya calado en su cabeza de púber.
Así que, hoy precisamente, puede que uno de los mejores regalos que le pueda hacer sea contarle qué sucedió el 23-F hace cuarenta años en este país. Lo que se sabe porque, como toda asonada que se precie, esconde secretos que hemos conocido con el tiempo y muchos otros que jamás sabremos.
Le relataré el bochornoso espectáculo que protagonizó el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero al entrar, tricornio calado y pistola en mano, en el Congreso de los Diputados. Le explicaré que este salvapatrias de medio pelo actuó con la intención de librar a España de una tierna democracia, que hacía agua por los cuatro costados, con una devastadora crisis económica, un débil Estado genuflexo ante las autonomías y unas Fuerzas Armadas masacradas a diario por el terrorismo de ETA y el GRAPO. Le detallaré que más de un salmantino, simplemente por ser de izquierdas, temió por su vida y aquella noche cruzó la frontera de Fuentes de Oñoro por lo que pudiera pasar. Dicen que alguno de ellos figuraba en una lista de más de 3.000 personas que acabarían fusiladas de haber triunfado el golpe. Le contaré que se consiguió abortar aquel violento sinsentido, gracias a la intervención del Rey don Juan Carlos y a que millones de españoles salieron a la calle, en silencio y sin miedo, a proclamar que estaban con la libertad, la democracia y la Constitución que se habían dado apenas tres años antes. Le demostraré que, gracias a haber superado aquel embate, gozamos ahora de la “democracia imperfecta” que permite a Pablo Iglesias decir sandeces desde su privilegiada posición de vicepresidente del Gobierno, aunque la pongan en peligro. Le intentaré hacer ver que ahora, en pleno 23 de febrero de 2021, vivimos una crisis económica y sanitaria galopante, un iracundo secesionismo que huele la sangre de un débil Gobierno para asestar un nuevo golpe y unas fuerzas del orden vilipendiadas a diario por miembros de los partidos gobernantes simplemente por hacer su trabajo y salvaguardar el orden y la seguridad de las personas.
Le haré comprender que la historia se repite inexorable... si no ponemos remedio.
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