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Mi padre hizo la guerra. Casi tres años saltando de un frente a otro sin saber, como sus compañeros, qué se le había perdido allí. Años después, cada vez que coincidían en el bar del pueblo colegas de desventuras solían rememorar alguna peripecia bélica. Los críos hacíamos un alto en nuestros juegos para atender a una narrativa muy atractiva para la curiosidad infantil. Contaban anécdotas que cada uno había vivido en Belchite, Brunete, Albarracín, el Ebro… Recordaban cómo en Teruel a los caballos se les helaban las patas, cómo a algún soldado tuvieron que amputarle los pies por congelación, cómo un amigo gallego acababa de contestar a la carta de su novia y nada más depositarla en el buzón de la compañía un obús cayó de lleno en la perola del rancho cuartelero y acabó con su vida (suerte mulana, decían los moros); cómo apestaba el hedor de los cadáveres cuando antes de amanecer iban con los mulos a reponer alambradas en parapetos y trincheras. Nada heroico. Miedo, hambre y miseria. Al rememorar tanto horror se abatía un espeso silencio, casi tan espeso como el humo de la taberna, liaban un cigarrillo, le pegaban un tiento al jarro y daban gracias por haber salido vivos de aquella atrocidad de sangre, dolor y muertos en ambos lados.
Los pueblos asentados en la zona fronteriza del frente de Asturias caían alternativamente en uno u otro bando. Cuando llegaban los milicianos prendían fuego a alguna casa, robaban lo que podían y mataban a cualquier inocente sospechoso de haber ido a misa. Entraban luego los falangistas y hacían lo mismo, con la diferencia de que «paseaban» a los sospechosos de no ir a misa o no cumplir con el precepto de la Pascua Florida (algunos curas llevaban puntillosa contabilidad de estos detalles). Total, asesinos rojos y asesinos azules. Ninguna diferencia. La misma canalla con distintas banderas. Acabada la guerra llegó la dictadura disfrazada de paz y de sobrevenidas venganzas. Doy fe de que todavía en los años setenta en algunos pueblos aún había vecinos que se miraban con recelo y rumiaban viejos resquemores. Otros, en cambio, se esforzaban por arrinconar fastidiosos recuerdos.
Pronto se cumplirán cien años de la guerra, tragedia española ya olvidada por unos y desconocida por otros hasta que Zapatero se acordó de su abuelo fusilado. Ahora el Gobierno quiere sacar el espantajo de Franco en procesión para seguir dando la tabarra con el aniversario de su muerte. ¿Acaso para someterlo a consejo de guerra con efecto retroactivo? Hay un sentimiento de hartazgo del guerracivilismo en amplios sectores de la sociedad. Desenterremos de una vez a todos los muertos que yacen en cunetas, hágase un acto de expiación nacional y colectiva si se quiere. Pero no nos restrieguen más a Franco, que tuvo la suerte (baraka) de morir en la cama.
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