Jueves, 9 de septiembre 2021, 01:35
Jesús de la Calzada chispeaba en su bisoñez, como su vestido rosa palo y oro, camino de la puerta de toriles con los 38 focos de La Glorieta apuntándole. Una ovación le acompañó camino de la genuflexión, que no fue frontal al portón de chiqueros sino de espaldas para realizar un recorte con el capote también invertido. El lance resultó tan limpio que dejó al tendido mudito. Como sorprendido de que no hubiera pasado ninguna fatalidad... El aplauso explotó tras la media, que llegó ya en el centro del platillo tras una larga gavilla de verónicas. El eral de José Ignacio Charro se descubrió de embestida tan franca como fija con su exigencia en el tercio banderillas.
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De la Calzada lejos de buscar la bulla del aja y vente a los medios, optó por ganarle pasos desde las tablas hasta superar la línea imaginaria del tercio ayudándose por alto. El mute de los lances de capa se repitió en las tandas de hilván a caballo entre su recio carácter y los altibajos de las series, pues una le surgía limpia y mandona —la segunda sobre la mano diestra tuvo la enjundia de la mano baja— mientras la siguiente se dibujaba al trantrán al primer tropiezo. Le pasó con las dos manos. Cuando acortó distancias, ya casi al abrigo de las tablas del 8, el público reconectó con De la Calzada y lo que hacía.
Dos trincherillas con gusto hicieron las veces de interruptor antes de no dejarse un lado del cuerpo sin rozar por el eral. Se relamía De la Calzada cuando el novillo le ofrecía las puntas al pecho tras vaciar el muletazo. Cada vez más cerca y más entregado; tanto que el novillo lo levantó de sobaquillo cuando se había vuelto a ofrecer al suelo... El lance fue incruento, pero tensionó al público como para ponerlo a punto de ebullición. La estocada enterca y caída de efecto fulminante acabó por elevarle a costal al final de la función.
Ninguno de los dos novillos de Hermanos Mateos tuvo las virtudes del eral que abrió el festejo. Al primero de ellos Fabio Jiménez le acertó cuando, al fin, se quedaron solos: la apertura por bajo, mandona, arqueando las rodillas, junto a la Puerta Grande puso las cosas en el orden que no habían tenido los dos primeros tercios. La muleta puesta a la altura del cuerpo para vaciar atrás en un golpe de cadera sacó todas y cada una de las costosas embestidas, que, luego, eso sí, crecían con el trazo firme del muletazo. El esfuerzo se le desaguó con el acero. La ovación que le brindó La Glorieta le supo a verdadera gloria, eso sí. Y el eral que cerró función tampoco regaló nada. Antes de destaparse su condición, a Daniel Medina el speaker le había jugado a favor de obra, pues el olvido del nombre a la hora de anunciar su aparición hizo que cayera de pie. Fue ponerse de hinojos para soplar una larga afarolada y batirse las palmas como un resorte. Un “ooole” cazallero y a destiempo desde el ‘3’ chirrió por el gustito de las trincherillas y los molinetes de la obertura del trasteo. Como chirrió, luego, la suavidad del vuelo con la embestida del novillo, pues al delicado trazo la respuesta del eral se daba a base de malos modos. Y eso que Medina le ofrecía las ventajas de la media distancia y de las inercias; pero llegado al segundo muletazo su marcada condición se imponía. La gente siguió de parte del novillero hasta que con los aceros se atascó. Y se hizo de noche.
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