Ferrera ha cometido el mayor crimen de la historia del toreo. (Ironía).
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Más allá de su injustificable persistencia por sacar a Joaquín al ruedo para brindarle un toro. Mal detalle, porque ese lugar sagrado que es la arena de una plaza de toros está reservado para los héroes que son capaces de jugarse la vida para crear emociones y arte. Un espacio que son los propios toreros quienes tienen que darle categoría y respeto. Ese gesto no lo comparto, aún a sabiendas —como aquí se ha escrito— que Joaquín se haya convertido en uno de los mejores embajadores del toreo más allá del ruedo, donde los toreros y el propio espectáculo casi han dejado de existir.
Respetuoso, el propio Joaquín se negaba a salir al ruedo para recibir el monterazo del maestro. Y el maestro incidió con perseverante e innecesaria insistencia. Al bético no le quedó otra... Se equivocó Antonio Ferrera, pero ni ese detalle ni esa imagen debe empañar una gran tarde en La Maestranza.
Su fantástico inicio de muleta al toro que rompió plaza, el portentoso saludo a la verónica al quinto, ganando terreno y cuajando a placer al toro; ni la apasionada entrega como ese gran Parcelito de Victorino pueden quedarse en el olvido. Más allá de la polémica del inmenso capote de seda azul, con el que se podrían hacer tres de los que usaba Curro Romero; ni la peculiar forma de entrar a matar en sus dos oponentes, ni el citado brindis, ni tampoco los quites, ni con nada que se le ponga por delante se puede negar la absoluta entrega de un torero que dio rienda suelta a sus sentimientos a favor del espectáculo.
No hace falta que Cristina Sánchez pida cita y vuelva a La Maestranza para conseguir audiencia para que Ferrera vaya a pedir perdón. No hace falta, aunque algunos casi lo demanden. Ferrera se jugó la vida. Lo que verdaderamente hace falta es reconocer la entrega de un torero, la verdad, la torería, la personalidad y hasta la pureza con la que toreó en muchos pasajes a un excelente Victorino que lidió un mal encierro, que se quedó en las excelentes hechuras para no querer caminar ni emocionar. Y ese es el mayor lastre que le puede pasar a esta ganadería.
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Con el mismo tesón del brindis se empeñó Ferrera en lucirlos al caballo, cuando la corrida ni fue brava en varas ni quiso pelea. No venía a cuento tanta distancia, y tan pronto, cuando esa bravura no se mide en el primer puyazo sino en el segundo, una vez que el toro ya sabe lo que le espera cuando ha recibido el primer castigo. Y lo que pasó es que los victorinos esta vez no quisieron ni el primero, ni el segundo, ni el tercero que ninguno recibió.
Lo fácil es criticar a Ferrera porque se ha convertido en la diana de todos los dardos, pase lo que pase. Y lo peor que le puede ocurrir al espectáculo, y al aficionado, es acudir a la plaza con las ideas preconcebidas y con la mente llena de prejuicios. Y juzgar a Ferrera por ser Ferrera; al que algunas de sus excentricidades —muchas no las comparto— le están pasando una factura exageradamente cruel.
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Sevilla ha sido un ejemplo. El toreo más reposado, más templado y más inspirado que se le recuerda a Ferrera brotó allí. Y le salió de lo más profundo de su alma. Lo disfrutó quien lo quiso, pudo y supo paladear. Y los que se enerbaron y prefirieron quedarse en la anécdota se perdieron un espectaculo genial que no debería quedar oculto ni caer en saco roto.
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