Jóvenes leyendo LA GACETA, una práctica habitual que se hacía cada noche en Santiago Uno L.G.

La Casa Escuela Santiago Uno cumple medio siglo velando por ‘los últimos’

El escolapio José Luis Corzo fue uno de los seis fundadores de este proyecto, nacido para dar una oportunidad de formación a todos los jóvenes

Sábado, 6 de noviembre 2021, 12:34

No recuerda ni siquiera su nombre pero tiene claro que ella fue “el ángel de su vida”. Era 1969 cuando el escolapio José Luis Corzo, destinado por aquel entonces en Italia, decidió apuntarse como voluntario para dar clases a un grupo de chicos que vivía en unas chabolas muy extensas de Roma.

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Los educadores tenían en la mano un libro que él desconocía. Tan solo habían pasado unos días cuando una de las estudiantes romanas le pidió que no volviera por allí. “Me echó”, reconoce. La joven le explicó que le había oído decir a los niños que tenían que ser formales, estudiar y trabajar. “Haces justo lo contrario de lo que nosotros queremos hacer, me dijo”. En ese momento, la mujer de nombre desconocido le entregó ‘Carta a una maestra’, una denuncia contra el fracaso de la escuela y la necesidad de un trato más personalizado, involucrando a ‘los últimos’. Se lo leyó esa misma noche y sin saberlo en ese momento puso la primera piedra de Santiago Uno.

La Casa Escuela, hoy en día convertida en un amplio proyecto que va más allá de ayudar a menores con dificultades, cumple ahora 50 años de vida, medio siglo de historia que dan, como su propio fundador dice, “para escribir otro libro”.

Y es que nada más regresar de Italia, el cura José Luis Corzo reunió a otros cinco seminaristas escolapios (Carlos García, Antonio Alonso, Jesús Gómez, Jesús Diéguez y Eduardo Rosillo) que ayudaban en el Hospicio de Salamanca y decidieron poner fin a aquellos colegios dedicados a la burguesía. “Milani lo que decía era que no se trataba de sacar a niños con notas, sino que nadie se quedara atrás. Mirar por ‘los últimos’. Recuerdo que en el libro se decía que la escuela no tenía más que un problema, los chicos que pierde”, explica Corzo desde su actual residencia en Madrid, donde ejerce como profesor emérito de la Universidad Pontificia.

Así las cosas, se pusieron manos a la obra y decidieron poner a punto el edificio de Santiago Uno, que había sido hasta entonces una antigua fábrica de curtidos de la familia Herrera. “Hicimos la obra con dos albañiles de confianza y luego todo el material fue regalado. Nos dieron muchos enseres de otros colegios y aún guardo el inventario de dónde salió cada cosa. Ese rasgo de austeridad nos salvó, nos puso al nivel de los pobres. Por ejemplo las puertas de las habitaciones las compré de segunda mano en un derribo y eran unas puertas de madera que me dijeron que habían estado en el Instituto Provincial de Higiene”, relata.

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Una imagen de Santiago Dos en 1989 | L.G.

Con la puesta en marcha del edificio, comenzaron a llegar los primeros alumnos del curso 1971-1972, 26 chicos y 6 educadores que trabajaban como una pequeña cooperativa. “Nuestra política fue que si venía uno recomendado y otro al que habían expulsado del colegio, a este último era al que cogíamos. A partir de ese momento, todo lo hacíamos juntos y éramos todos iguales, tanto para pagar la pequeña cuota que había como para fregar los platos”, relata Corzo.

Para aquellos chicos mayores de 14 años había un claro objetivo. “Nosotros no fomentábamos que estudiaran mucho y fueran a la Universidad, no nos parecía una meta en la vida. A nosotros nos parecía una meta tener cultura de la actualidad, de lo que era la vida real. Aquella vida en común en la casa era a la vez su escuela y ese era el truco”.

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Por ello desde la primera noche, y nada más acabar la cena, los chicos participaban en la lectura en común del periódico. “Muchos no sabían leer ni escribir y el educador leía el ejemplar en alto. Se decía al principio ‘¿Qué dicen estos de LA GACETA que pasó ayer?’ y luego cada noticia se iba desmenuzando. Al quinto día se sabían todos los nombres de ministros, presidentes de la República... y era una gozada”, asegura el teólogo.

Así, esa primera hornada comenzó a coger el gusto por la formación y a responder ante una pedagogía totalmente novedosa: la provocatoria. “La idea era que entendieran que ellos no podían quedarse sin saber mientras que los hijos de papá les robaran todos los buenos puestos”.

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Y el método dio sus resultados. “Los chicos aceptaron esa provocación y la superaron. Cuando terminó ese curso la gente se fue colocando de diversas formas. Alguno estudió, otro trabajó, otro fue alcalde de su pueblo, a otro lamentablemente le fue mal en la vida... Pero todos ellos tuvieron una oportunidad”, concluye con orgullo Corzo.

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