La asombrosa historia del salmantino que pasó por 21 campos de concentración de Stalin

Hijo de ferroviario y voluntario republicano en la Guerra Civil, el sueño de Hermógenes Rodríguez de ser piloto se truncó al sorprenderle el fin de la contienda formándose en la URSS. El gobierno de Stalin le retuvo a él y a varios de sus compañeros llevándoles durante 13 largos años por un penoso viacrucis

Lunes, 15 de febrero 2021, 15:52

Una maleta en Móstoles y las fotografías y documentos que contiene atestiguan una de las peripecias vitales más increíbles que puedan imaginarse. Su propietario es el historiador Jesús Rodríguez Morales, y la historia que atesora esta maleta cuenta la vida de su padre, un salmantino de familia humilde que sufrió en primera persona y durante trece años las penurias de los campos de trabajo del régimen soviético de Stalin, los temibles gulag. Y vivió y volvió para contarlo.

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La historia comienza un día de San Juan de Sahagún de 1919 en Villar de los Álamos: concretamente en el apeadero del tren. En el corazón del Campo Charro nació Hermógenes Rodríguez, uno de los catorce hijos de Jesús y Amalia. El padre, ferroviario, trabajó toda su vida en la empresa de los Ferrocarriles del Oeste, y en sus distintos destinos fue creciendo la familia numerosa.

Hermógenes Rodríguez, uno de los catorce hijos de Jesús y Amalia, nació en 1919 en el apeadero de Villar de los Álamos

El pequeño Hermógenes sufría de catalepsia y llegó a ser amortajado en hasta tres ocasiones después de sendos ataques cuando le creyeron muerto. Tal vez fue ese el primer indicio de la asombrosa resistencia que marcaría su vida. Pasó su primera infancia con su abuela materna en Aldehuela de la Bóveda, donde para asistir a la escuela tenía que caminar cada día nueve kilómetros entre ida y vuelta, y proseguiría sus estudios en el instituto de Ciudad Rodrigo, lugar que siempre sintió como su patria chica. Era muy aficionado al deporte: le gustaba jugar al fútbol y practicar piragüismo con los amigos en el río Águeda, actividad que le llevó a sufrir algún que otro susto porque, curiosamente, nunca llegó a aprender a nadar.

tomando el sol en Planiernaya (el primero de los tumbados desde la derecha).

Tras dejar el instituto, Hermógenes encontró trabajo como peón en la estación de Plasencia Empalme, a donde su padre había sido destinado. Era abril de 1936 cuando ambos se afiliaron al sindicato anarquista CNT. Apenas tres meses después, Jesús Rodríguez era nombrado subjefe principal de la estación de las Delicias de Madrid y con él se trasladó nuestro protagonista y varios de sus hermanos. La sublevación de julio sorprendió a la familia dividida entre Salamanca y la capital de España, donde miles de milicianos voluntarios se alistaron para defender Madrid. A ellos se uniría Hermógenes, que partió con sus compañeros al frente de la carretera de Extremadura.

De camino al destino, el tren dejó a los voluntarios anarquistas en Móstoles, donde antes de subir a los camiones en la plaza del Pradillo, el salmantino se detuvo a refrescarse un momento en la fuente de los Peces. El instante fue inmortalizado por una foto tomada por Albero y Segovia y que se conservó en el Archivo de la Guerra Civil de Salamanca hasta que salió a la luz recientemente. El desconocido “miliciano de Móstoles” fue felizmente identificado por su hijo Jesús. Hermógenes bebe del chorro sin soltar su fusil Mauser, manta al hombro, unas alpargatas blancas colgadas y un vaso que cuelga del correaje.

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Su hijo Jesús lo identificó recientemente en una foto conservada en el Archivo de Salamanca, “El miliciano de Móstoles”

Un reportaje gráfico de La Vanguardia recogió en los días siguientes la defensa del castillo de Oropesa por parte de estos milicianos, que terminarían sucumbiendo al empuje de los sublevados tras intensos combates. La desordenada retirada hacia Madrid es narrada por Arturo Barea en el tercer volumen de su obra “La forja de un rebelde”.

Una vez frenado el avance de los sublevados, Hermógenes fue destinado a la 36ª Brigada Mixta en Madrid, cubriendo el frente de Usera, En el área de Intendencia se encargaba de suministrar los chuscos de pan a su compañía y en sus largos desplazamientos diarios hasta la panadería se jugaba la vida entre continuos bombardeos y fuego de artillería. Hasta que un anuncio publicado el 15 de abril de 1937 en La Gaceta de la República cambiaría su vida: el temario de la oposición para entrar en el cuerpo de aviación republicano.

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En la foto del archivo de Carmen Calvo Jung, Hermógenes en su ficha carcelaria, con la chaqueta del gulag y mostrando su nombre en caracteres cirílicos: “Rodríguez E (rmógenes) J(esusovich).

Ese sería su objetivo en los meses siguientes. Tras superar las pruebas físicas y los exámenes de Aritmética, Geografía, Gramática y Geometría, el salmantino comenzó las clases teóricas en el aeródromo de Alcantarilla (Murcia) en febrero de 1938 y las continuaría en la Escuela de Capacitación de Sabadell tras un arriesgado vuelo nocturno sobre zona sublevada. Para la formación práctica, el destino era más lejano: la Academia Militar de Pilotos de Kirovabad [actual Ganja, en Azerbaiján], entre el mar Negro y el mar Caspio.

Cincuenta y cuatro alumnos viajaron desde Portbou (Girona) en autobús hasta París, y de allí en tren hasta Le Havre, donde tras diez días alojados en un mercante fueron embarcados rumbo a Leningrado, actual San Petersburgo. A su llegada y por el carácter secreto de la misión, fueron requeridos para entregar sus pasaportes, que ya no volverían a ver, y tras ser provistos de una nueva identidad —Hermógenes fue rebautizado como ‘German Rodíguin”—, un último tren les condujo en cuatro días de monótono viaje hasta su destino final.

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A su llegada a Leningrado y por el secreto de la misión, se les retiraron los pasaportes y él fue rebautizado como “German Rodíguin’

Con las escasas nociones de ruso aprendidas durante el viaje, los jóvenes aspirantes a pilotos iniciaron su formación, siempre a través de traductores. Tenían a su servicio nada menos que 416 profesores y auxiliares y 84 aviones. La República había pagado el equivalente a unos 1.800 euros en oro por la formación de uno. Hermógenes fue asimilando con éxito los conocimientos, y tras obtener las mejores calificaciones, fue ascendido al rango de sargento. Fue entonces, a finales de marzo de 1939, cuando llegó la noticia desde España: el ejército de la República había perdido la guerra. Los españoles debían elegir si querían dejar el país o tomar la ciudadanía soviética.

Ficha de prisionero de guerra.

De los 180 alumnos pilotos españoles en Kirovabad, 140 expresaron su deseo de abandonar la URSS, una cifra que tras muchas promesas y presiones de las autoridades locales se redujo a apenas 38, Hermógenes entre ellos. La escuela cerró y el grupo fue trasladado Planiernaya, una casa de reposo a 20 kilómetros de Moscú, donde se estaban alojados la mayoría de dirigentes del PCE de España y otros países de Europa. Durante varios meses los pilotos disfrutaron de comodidades: practicaban deporte, se bañaban en el río y hacían escapadas para disfrutar de la noche de Moscú, bailando en el hotel Metropol y ligando con la chicas rusas.

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La vida licenciosa de estos españoles que no querían ser rusos molestó a las autoridades soviéticas, que les llevaron a otra casa similar, Mónino, donde se intensificaron las presiones para que abrazaran la ciudadanía soviética. Ocho de los pilotos, los presuntos ‘cabecillas del grupo’, fueron trasladados para declarar ante los servicios de seguridad en Moscú, mientras el resto reclamaba el apoyo de embajadas internacionales. El ruido generado calmó los ánimos un tiempo hasta el siguiente traslado a otra casa de reposo, Opalija, al oeste de la capital. Quedaban 32.

Los díscolos españoles ya no disfrutaban de tantas comodidades. Un informe interno dirigido al secretario del Comité Central del Partido. Malenkov, denunciaba su moral relajada, su rechazo a trabajar y su influencia perniciosa en el resto. Y el salmantino era identificado entre los cabecillas de grupo rebelde. Mientras, Hérmógenes cerraba filas con dos amigos que se harían inseparables: Julio Villanueva, de Valladolid, y Vicente Montejano, de Madrid. Se hacían llamar “El trío de la bencina”.

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Sabiendo que todas las cartas que enviaba a su familia eran abiertas por los soviéticos, Hermógenes logró hacer llegar una de ellas clandestinamente hasta España pidiendo a su padre que les reclamaran. Este movió los hilos y recibió buenas palabras de las autoridades españolas, aunque en realidad Franco tenía escaso interés en reclamar a los “pilotos rojos”. Al contrario, la presencia de Hermógenes en Rusia sería uno de los principales argumentos en los que se basó el expediente de depuración que resultó en la expulsión de Renfe del padre del aviador salmantino.

Foto dedicada de Hermógenes llegando a Barcelona.

La creciente tensión internacional al inicio del verano de 1941 desencadenó los acontecimientos. Veintitrés pilotos, dos marinos y un médico españoles fueron trasladados con urgencia a Dubki, un enorme y frío caserón cercano a Moscú. No muy lejos, al oeste, el ejército del Eje invadía las fronteras soviéticas. El día 25 de junio, soldados con ametralladoras y perros policías despertaron a los españoles y les condujeron a la estación, donde en un vagón-cárcel serían trasladados hasta Novosibirsk, a 3.400 kilómetros al este, en pleno corazón de Siberia. Veinte días de largo, lento y tortuoso viaje. El destino: la cárcel.

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Recibían para todo el día dos cazos de sopa, casi siempre de ortigas, y una taza de té, con una cucharada de azúcar para cada dos

Después de un intento fallido de ser conducidos al norte hacia un campo de trabajo cercano al Ártico (lo impidió la helada que imposibilitaba navegar por el río Yenisei), Hermógenes y sus compañeros fueron enviados a un campo de concentración, identificado eufemísticamente como “Colonia número 1 de rehabilitación por el trabajo”. Entre altas murallas y vigilados por centinelas desde sus garitas, el salmantino se construyó durante dos años una rutina salvadora ejerciendo de sastre y maquinista de carpintería, fabricando esquís para el ejército ruso de Finlandia. Hermógenes recordaría después cómo dos de sus compañeros perdieron dedos de la mano en el peligro trabajo con las sierras. A la incertidumbre por su futuro se unió el hambre: recibían para todo el día dos cazos de sopa, casi siempre de ortigas, y una taza de té, con una cucharada de azúcar para cada dos presos. El drástico ‘régimen’ les llevó a perder entre 20 y 30 kilos. Algunos quedaron por debajo de los 40.

Llegó junio de 1943 y los presos españoles fueron trasladados de nuevo, esta vez al campo de Kok-Usek, en la región de Karagandá, Kazajistán. Una gigantesca ciudad prisión donde a los 150.000 reclusos se les encomendó poner en regadío una enorme extensión de estepa profunda. Allí permanecerían cinco años. El duro trabajo tuvo éxito, hubo buenas cosechas y el hambre dejó de apretar. Hermógenes mejoró su ruso traduciendo “Ana Karenina” con un diccionario a la luz de una vela y logró un puesto de confianza en el almacén, donde imitaba la firma del jefe para proveer de alimentos a escondidas para sus compañeros.

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A los aviadores republicanos se les sumaron en Karagandá otros 32 marineros españoles y, más tarde, los casi 300 prisioneros de la División Azul, los voluntarios franquistas que se alistaron con la ilusión de combatir el comunismo. La Guerra Civil española quedaba ya muy atrás y el encuentro entre unos y otros fue cordial: todos eran españoles en la misma situación.

El campo de Kazajistán reunió a los pilotos republicanos con los presos de la División Azul: el encuentro fue cordial

Terminó la Guerra Mundial y la salida de los presos del extinto Tercer Reich llevó al resto de Europa noticias del campo de Karagandá. Una mujer austríaca liberada se llevó en su pañuelo anotados los nombres de los cautivos para dar noticia a sus familias. Los testimonios de un brigadista italiano y, sobre todo, las gestiones iniciadas desde París por el anarquista catalán Josep Ester, miembro de la Resistencia en Francia y superviviente de Mauthausen, impulsaron una campaña que encontró creciente eco internacional, a la que dio eco la prensa anarquista francesa, intelectuales como Camus, Sartre, Breton y después buena parte de las organizaciones políticas y sociales españolas en el exilio.

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La mediación de la ONU y la Cruz Roja Internacional sirvió para mejorar las condiciones de los presos y produjo un nuevo traslado en 1948 a un campo cerca de Odessa, desde donde pudieron escribir a sus familias. En la Europa libre, la publicación del librito “Karagandá: la tragedia del antifascismo español” denunciaba la dura experiencia vivida por Hermógenes y sus compañeros. Por su parte, la madre del aviador salmantino escribía a Eleanor Roosevelt, viuda del expresidente de EEUU y entonces embajadora en las Naciones Unidas.

En Odessa, el gran puerto del Mar Negro, los españoles volvieron a ser presionados para quedarse en la URSS con promesas de recompensas y amenazas de prisión. Diez de los pilotos y marinos se rindieron. Al contingente hispano aún les restaban varias estaciones en su vía crucis: otro traslado en 1949 a la región de Vólogda, donde Hermógenes hizo de arquitecto en la construcción de un pueblo minero. Tras ser hospitalizado dos meses por una úlcera duodenal, sería llevado con el resto a otro campo en la región de Novgorod. Allí fueron testigos del trato de favor que disfrutaban prisioneros alemanes de alto rango mientras los españoles eran privados de ropa y alimentos. Indignados, protestaron con una huelga de hambre de nueve días. Era abril de 1951.

Solo el capitán Oroquieta, de la División Azul, Hermógenes y sus compañeros pilotos Villanueva y Romero resistieron hasta el final mientras negociaban con los jefes del campo. Los soviéticos zanjaron la protesta dispersando a los cabecillas. El salmantino pasaría aún por varios campos más hasta que la muerte de Stalin, en marzo de 1953, y el cambio de gobierno aceleró el fin de la odisea para los presos españoles. Pilotos, marinos, divisionarios y cuatro niños de la guerra fueron llevados en marzo de 1954 al campo de Salino, en Ucrania, con la promesa de una inminente repatriación que nadie creía ya. Pero el 22 de marzo un tren de mercancías los trasladó a Odessa y, bajo la supervisión de la Cruz Roja Internacional, fueron embarcados en el Semiramis que les llevaría al puerto de Barcelona el 2 de abril de 1954. En el puerto, donde el régimen había preparado una gran bienvenida a los héroes de la División Azul, unos pocos familiares aguardaban a los presos republicanos. Ente ellos, una madre salmantina, Amalia, cuyo gesto de ansiedad ante el reencuentro recogió ese día la prensa. Dieciséis años y 21 campos de concentración después, Hermógenes volvía a casa con una gran historia que contar.

En Madrid, los amigos que hizo en la División Azul le buscaron trabajo en el Instituto Nacional de Previsión, aprovechando sus conocimientos de idiomas para arreglar las pensiones de los emigrantes. En su nueva vida, Hermógenes se casó con Carmen, tuvo cinco hijos, trabajó mucho para sacarlos adelante y murió con 82 años.

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