Sábado, 11 de marzo 2023, 14:38
Gejuelo del Barro es uno de los pueblos con menos vecinos de la provincia de Salamanca. El Instituto Nacional de Estadística dice que hay 34 habitantes, aunque la realidad es mucho más cruda y apenas una decena de personas viven allí a diario.
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Isabel Pereña es su alcaldesa y fue además una de las últimas alumnas que hubo en el colegio, que cerró sus puertas allá por los años 80. “En Gejuelo somos casi todos ganaderos y gente mayor, pero aunque seamos pocos siempre estamos atareados atendiendo a los animales en el campo, cuidando del huerto el que lo tiene... siempre hay algo que hacer”.
Cuenta que lo que más echa de menos es “ver a gente andando por las calles” porque lo que sí ve, y muchos además, son los coches de los vecinos del pueblo o de pueblos de alrededor que pasan por allí para ir a las fincas ganaderas. “Es curioso porque no te cruzas con nadie caminando, pero coches se ven bastantes”.
En Gejuelo tampoco hay bar aunque ninguno de sus vecinos lo echa de menos. “Nunca tuvimos bar o al menos yo no recuerdo ninguno abierto, así que la gente aquí no tiene costumbre de ir a echar la partida de cartas ni nada de eso”, cuenta. “La vida en Gejuelo está vinculada al mundo del campo”, insiste.
La cercanía con Ledesma (apenas 10 kilómetros) hace que sea la localidad de referencia. “Los ganaderos tenemos allí la unidad veterinaria y si tenemos que comprar algo o lo hacemos allí o directamente vamos a Salamanca”, explica. Tampoco es fácil para los vecinos el tema sanitario: “El médico lleva sin venir desde antes de la pandemia y ahora tenemos atención a demanda porque somos menos de 50 vecinos”.
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En los últimos años, la despoblación ha seguido haciendo mella en el pueblo y desde principios del 2000 han perdido a 16 vecinos. “Creo que somos tan pocos porque, a diferencia de lo que ha pasado en otros sitios, los hijos de quienes vivían aquí no se han hecho casa en Gejuelo”. Eso hace, como reconoce la alcaldesa, que ni siquiera en verano haya gente por allí: “Solo se ve algo más de animación en la semana de las fiestas”.
En cuanto a la posibilidad de fusionar municipios Isabel es clara: “No me parece bien porque los pueblos grandes se aprovechan de los pequeños y los abandonan en cuestión de infraestructuras y recursos. Solo se hacen inversiones en el grande”.
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El alcalde de Ahigal de Villarino
En contraposición a los amantes del bullicio y el trasiego de gente por las calles, hay personas como Ángel Herrero, el alcalde de Ahigal de Villarino, un pequeño municipio con menos de treinta habitantes. “Aquí tienes el beneficio de la tranquilidad; merece la pena vivir en un pueblo así”, afirma Ángel Herrero.
Aunque reconoce que adherirse a otros pueblos cercanos podría ser un beneficio para el término municipal, los habitantes no experimentan demasiados problemas. La peor parte es, señala, “la carencia de servicios”. Así, para hacer sus compras o acudir a la farmacia los vecinos deben desplazarse a pueblos más grandes como Trabanca, Vitigudino o Villar de Peralonso.
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En muchos pueblos —y este es el caso— perdura la venta ambulante como la del pan, lo que hace más cómodo el día a día, aunque tener un vehículo propio es imprescindible. “Aquí casi todo el mundo tiene coche; es necesario”.
La vida social no resulta, como podría pensarse, inexistente: al contrario. “Somos como una gran familia; todos nos conocemos y la verdad es que en este pueblo todo el mundo se lleva muy bien”, afirma.
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Tanto es así, que los escaso habitantes de Ahigal de Villarino comparten emociones: “Cuando hay una pena, es para todos, y cuando hay una alegría, también la celebramos todos”.
Afortunadamente las distancias no son muy largas para adquirir comestibles o medicamentos, así que en tan solo siete minutos los habitantes de Ahigal de Villarino pueden estar en Trabanca, y en menos de veinte minutos pueden estar en Vitigudino, cabecera de comarca y provista de todos los servicios.
El trato personal, el silencio y la quietud de un entorno puramente rural son los principales beneficios y motivaciones para vivir en un pueblo de pocos habitantes. “Todo depende de la persona; hay a quien le gusta que haya mucha gente, y quien prefiere la tranquilidad que tenemos aquí; todo es muy relativo”, recuerda Ángel Herrero, quien armoniza con esa calma que empapa a las villas casi deshabitadas. La vida allí tiene las dos caras de una moneda, pero es cuestión de hacer un balance. Él, como otros muchos, considera que sale ganando.
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