Reconozco que me pongo nostálgico cuando llega el puente de la Inmaculada, como le gusta llamarlo a mi madre. Buena culpa de ello la tiene mi mujer, quien aprovecha estos días para dar rienda suelta a su vena decoradora y torna nuestra casa a “modo ... Navidad” durante una temporada. Pero, aunque les pueda sorprender, también ayudan a acrecentar en mí ese sentimiento los actos que suelen organizarse para conmemorar el aniversario de nuestra Constitución. Sí, me sirven de recordatorio. Y entonces me abstraigo de los vacuos discursos de los políticos de medio pelo que pueblan las instituciones patrias y dirijo mi mirada hacia las páginas de los libros que narran la Transición Española. Suele ser más productivo.
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Y ahí es cuando te das cuenta de que aquellos tipos de finales de los setenta lo hicieron bien. Muy bien. Porque cuesta trabajo comprender cómo consiguieron, por ejemplo, que la inmensa mayoría de los procuradores franquistas aprobaran en las Cortes una ley que literalmente los mandaba para casa. La Ley para la Reforma Política, de la que en menos de un mes se cumplirán 45 años, supuso el fin de las estructuras políticas de la dictadura y constituye un ejemplo de lo fino que hilaron aquellos políticos para encaminar a una sociedad hacia la democracia que disfrutamos ahora.
No lo tuvieron fácil. Soportaron constantes zancadillas de uno y otro lado. Quizá el momento más duro se vivió en enero de 1977 con dos salmantinos como protagonistas. El 24 de aquel mes, un comando de extrema derecha asesinó a cinco abogados laboralistas en el despacho fundado por Manuel Carmena –que luego fue alcaldesa de Madrid- en Atocha. Uno de ellos era el joven estudiante de Derecho Serafín Holgado, cuya muerte causó una enorme conmoción en Salamanca. Su féretro fue velado en la capilla de la Universidad y, tras oficiarse el funeral en la Catedral, fue enterrado mientras sus compañeros y amigos cantaban la Internacional puño en alto. Apenas unos días después, el GRAPO, un grupo terrorista de extrema izquierda, segó la vida de un guardia civil y dos policías también en Madrid. Uno de los agentes era Fernando Sánchez Hernández, que había nacido en Santa María de Sando. A la salida de su funeral, en los Dominicos, miembros de Fuerza Nueva cantaron el “Cara al sol”. Así estaba el patio. Sin duda, una de las imágenes de aquellos días la protagonizaron los familiares de Serafín Holgado cuando se acercaron a dar su emocionado pésame a la familia del policía asesinado. Las lágrimas de ambas familias fueron el mejor símbolo de la reconciliación.
Dos años después se celebraron las primeras elecciones municipales de la joven democracia, unos comicios que ganó Jesús Málaga en Salamanca. Cuenta este foniatra que a los pocos días de tomar posesión de su cargo, en una reunión oficial del Gobierno Civil, los políticos que allí había le hicieron el vacío a él y a su mujer. Solo el empresario José María Vargas Zúñiga –el principal impulsor de la UCD en la provincia- se acercó al médico socialista acompañado de su esposa. Para Málaga este hecho supuso el símbolo del “reencuentro entre dos mundos que, haciendo un esfuerzo mutuo, comenzaron un nuevo camino, con diferencias, pero sin odios. Se había roto el maleficio de la incomunicación de las dos Españas. Había terminado la transición”.
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Bajo mi punto de vista, la transición no acabó hasta el día en que José María Aznar llegó al poder, es decir, cuando la derecha comenzó a gobernar de nuevo en España sin ningún tipo de trauma.
Por eso, cuando recuerdo estos episodios que ocurrieron cuando apenas era una chaval y miro a mi alrededor en estos momentos, me revuelvo cuando escucho a políticos imberbes y de corto recorrido atacar la transición española o el espíritu del 78. Sobre todo, porque no tienen ni idea del sudor y la sangre que costó transformar un país y dirigirlo hacia la libertad. Menos tonterías. Un respeto.
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