Falleció Yolanda, la mamá de mi íntimo amigo Alejandro. Tenía 74 años, una mocita frente a los 103 que tenía Irene, la gran amiga de ... mi mamá, que falleció hace unas semanas y a la que no fui a ver a pesar de las veces que deseé hacerlo. Por cierto, de esto último va la vida: de todo lo que dejamos de hacer por idiotas, por dejarlo todo para un luego... y que nunca llega. Irene, perdóname.
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Falleció Yolanda después de dos años luchando contra su enfermedad, hasta que decidió “abandonar” y morir en paz y en su casa, el gran lujo de nuestros días: morir en casa. Hablé por teléfono con Alejandro dos o tres días después del sepelio y hablamos mucho, tranquilos y emocionados. Hablamos de sus padres, de sus pacientes, del virus aquí y allá, en México, de su hija, mi ahijada Alexandra, de los buenos días que volverán —mi vuelo de Iberia para octubre sigue abierto, una manera de sentir la esperanza—. Alejandro me contaba cosas de su mamá y de él mismo, el niño consentido. Ser un niño, una persona mimada —yo lo fui siempre— es una bendición, venir al mundo con un pan emocional bajo el brazo. Me contaba, hasta hacerme saltar las lágrimas, de lo que se habían querido, de lo que él la había cuidado siempre, una persona que trabajó, que tuvo una buena vida, que disfrutó en el final de sus días de su nieta, e incluso fueron a la playa, el verdadero espacio de los niños, pues la conexión entre el hombre y el mundo es un niño en la playa. Joaquín Sorolla lo sabía muy bien.
Me recordaba Alejandro al referirse con tanto amor a su mamá a mi buen amigo Manuel Sánchez Benítez de Soto, quien siempre habla de sus papás con un cariño que alumbra mis mejores sentimientos. Y qué gusto da tener buenos sentimientos, ¿verdad?
Rememoramos el bautizo de Alexandra, hace poco más de un año, en una iglesia de Polanco, una mañana de sol dulce. Allí todos, los amigos con un botón charro en nuestras solapas, yo con mi chaqueta —escandalosamente bonita— de Ted Baker, y Yolanda, con esa ternura en la mirada que solo una abuela feliz puede tener. DEP.
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