Las feministas son unas exageradas. No todos los hombres somos machistas. Por lo menos, a mí no es la educación que me han dado. Desde una edad bien temprana, me convertí en un “campeón”. En el “héroe” del cuento que carga toda la historia, incluido ... el hecho de tener que “rescatar a la princesa”, ya que, a diferencia de mí, no está en su naturaleza la capacidad emancipadora. En el colegio, seguí ese orden autoimpuesto y en el recreo jugaba al fútbol, y no a las casitas. Y en ese espacio reservado para los varones que ocupa, por cierto, la centralidad del patio de recreo, voceaba frases como “corres como una niña” o “no tienes fuerza, nenaza”. Y mi profesora de primaria repetía una de sus frases célebres: “a las niñas no se les pega, que son de cristal”, dando por hecho que yo, como hombre, no podía dejar de ser agresivo. Pero no con las mujeres. Ellas son débiles y no pueden ser objeto de mi incontrolable carácter belicoso.

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Ya en el instituto, mi grupo de pares tenía que ser de mí mismo sexo. Porque claro, si la gente con la que te rodeas son mujeres, o te las beneficias a todas o eres gay. No puedo tener una amiga mujer. Si mantengo una relación tan cercana con una mujer es porque tiene que haber un deseo sexual o romántico. Si no, es incomprensible. Y si aun teniendo ese deseo, no se llegase a materializar, es que me ha mandado a la “friend zone”. Y no importa lo que ella pueda sentir o creer: me ha dado falsas esperanzas. Porque es mala. Y en esa edad donde empecé a conocer las relaciones sexoafectivas, reproduzco lo que he visto en el porno. Y estoy muy seguro de que a todas las mujeres les excita que les escupan sin preguntar. Y si no le gusta, comento con mis amigos que “es una estrecha”. Porque pase lo que pase, la culpa será suya. Y mientras, he ido confeccionando la banda sonora de mi adolescencia con canciones que hablan de que ella es mía, me pertenece, y tiene que ser modosita. Menos en el sexo. Pero solo conmigo. Porque si no es una prostituta. Y cuando discutíamos, no podía consolarme en mis amigos, porque, claro, los hombres no lloran. Y aunque quisiera, tampoco sabía cómo hacerlo.

En la edad adulta, en el restaurante la cuenta siempre me la traen a mí; y en el bar, el cortado será para ella y la caña para un servidor. Y, como es una mujer con suerte, yo “ayudo” en las tareas del hogar, usando concretamente ese verbo auxiliar. Que al menos no soy de esos que están casados porque no saben ni calentarse un vaso de leche. Y comento con ella que parte de sus logros son fruto de las cuotas género, desvalorizándola inconscientemente. Y si llegamos tarde a las cañas, digo delante de los demás que fue su culpa, que tardó en depilarse. “Que ya tenía falta” comento mientras me sobresalen vellos de mi nariz y mi pecho. Y de vuelta a casa, la llamo histérica cuando me replica que la he humillado. Y después, ya en la cama, cuando no quiere mantener relaciones, me enfado, porque “los hombres tenemos nuestras necesidades”.

Y mientras ella me prepara la cena, estoy leyendo en Twitter que ya no habrá más violencia de género en Castilla y León, que ahora será “intrafamiliar”. Y me parece hasta bien: total, yo no agredo a mi pareja. No es mi culpa que 1.133 hombres decidiesen asesinar a sus mujeres. Como tampoco lo era cuando mis padres tapaban lo de mi vecina en el pueblo. Ellas son el sexo débil. No lo digo yo, es algo biológico. La violencia machista no es un constructo social. Y, que coño, yo no soy machista.

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