Oigo, desde mi ventana, una ambulancia que llega y se detiene frente a mi casa. No es un sonido infrecuente. Ni siquiera en aquellos lejanísimos ... tiempos en los que aún no sospechábamos que se avecinaba una pandemia. Allí, a doscientos metros, hay una residencia de ancianos, cuyo interior desconozco. Desde fuera, parece hermosa. Cuenta con un bonito jardín que rodea el sobrio edificio y cuando la reja se abre, el camino resulta señorial. Como el de esas casas de otro tiempo donde se guardaban secretos indestructibles. En este caserón reconvertido, seguro que también quedan unos cuantos, tras los labios cerrados de los viejitos que tantas veces veían esperar ansiosos a los suyos, tras la reja, y, sobre todo, sus besos. Besos que añadir a los de toda su vida. Besos, que les curaban de la espera y la soledad. Besos que les hacían sentir que aún no habían muerto del todo, aunque a veces ya no se sintieran vivos.

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Hay muchos tipos de besos. Los besos de compromiso, los de amistad, los de cariño y los de amor. Y dentro de estos, otros tantos: los agradecidos, los sinceros, los falsos, los apasionados, los robados, los fingidos, los mágicos, los rutinarios... Hay casi tantos besos como personas, edades, momentos y estados de ánimo. Hasta hace apenas unos meses, nos saludábamos con besos, nos celebrábamos con besos, nos queríamos con besos y nos amábamos apasionadamente con besos. “Un mundo nace cuando dos se besan” decía Octavio Paz. Y así lo sentíamos tantas veces, al repetir el mismo beso dado una y mil veces a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros amores, a nuestros amigos y que construían un mundo solido donde guarecerse, al menos durante un instante. Los besos iban escribiendo nuestra vidas y nuestros sentimientos y , de algún modo, enmarcaban nuestros recuerdos. “Por una mirada, un mundo, por una sonrisa, un cielo; por un beso... yo no sé qué te diera por un beso” escribía Bécquer traduciéndonos.

Ahora nuestros besos han quedado presos tras las mascarillas protectoras. Ocultos como si fueran armas de fuego que pudieran ocasionar la muerte a quienes más amamos. Y mientras todos los echamos de menos como si nos hubieran arrebatado con ellos un trozo de nuestra alma, no puedo evitar el dolor que me produce pensar en todos esos besos que no volverán a recibir los que aguardan tras las rejas de la residencia de enfrente de mi casa. Besos sin los que cuesta tanto vivir. Besos sin los que aún cuesta más irse yendo, poco a poco y, a veces, morir.

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