Mi hija pequeña está enamorada de los unicornios. Su mundo no sería concebible sin la presencia de estos seres mitológicos del mundo de las hadas ... y la fantasía. Y es así porque ella, en cierto modo, ha querido. Pero también porque, debido a su entorno, se ha visto envuelta en este universo de brillantina, caballos con cuerno de algodón en la frente y mucho arcoiris.
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Mi hija ve en la tele contenidos donde los protagonistas son los unicornios. Lee libros y revistas de unicornios. Escucha en yutú canciones de unicornios y, solo se informa donde le cuenten lo que le gusta oír, ver y leer sobre esta fantasía que la tiene enamorada: el mundo idílico de los unicornios.
Como ella, sus amigas. Es más, la que no cree en unicornios es considerada una apestada y acaba siendo señalada y apartada del grupo. Acaba marginada. Algunas amiguitas que no creían en estas cosas han acabado haciendo bandera del unicornismo. Son las más peligrosas.
Hace unos meses llegó a casa quejándose porque una profesora había dicho que los unicornios no existen. Al principio no le di importancia, pero la cosa acabó fatal. La educadora en cuestión tuvo que ser trasladada de colegio porque los padres no querían que sus hijos dejaran de vivir en un mundo de fantasía que les hacía tan felices. Y a sus hijos, también. Me empecé a preocupar.
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Los padres presionaban a los maestros para que mantuvieran esta falsa ilusión que empezaba a comerle terreno a la realidad, al mundo sin purpurina, sin arcoiris y sin inexistentes y seráficos seres multicolores de eterna sonrisa y un único cuerno de azúcar.
La movida acabó en los tribunales. Los jueces se tomaron su tiempo para dictaminar, por fin, que el sentido común y las leyes de cualquier lugar sensato dejaban muy a las claras que los unicornios son divertidos como una ensoñación, como un divertimento para niños inocentes y que los adultos pueden participar en cierta medida como cómplices eventuales, pero sin dejar de aclarar, en cuanto el niño tenga una mínima duda razonable, que los unicornios no existen. Aunque se enamoren de ellos y estén dispuestos a dar su vida por los caballitos almibarados. No existen.
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Pues oye, que tampoco. Que hay padres y críos que se han puesto burros y no quieren afrontar la realidad. Ahí siguen, protestando en cualquier rincón donde haya un periodista. Cortando calles con barricadas, intentando bloquear aeropuertos y haciendo huelgas porque, como todo el mundo sabe, los unicornios no necesitan aviones para volar, ni calles para moverse, ni trabajo para llevar el sustento a casa.
Mi hija tiene razones que el corazón no entiende. O no quiere entender. Pero ¿por qué me grita todo el rato ¡Visca el unicornismo!?
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