Una de las sensaciones que mecen mi verano es la que siempre me ha transmitido “Verano del 42”, y más que la película misma de ... Robert Mulligan, simplemente su título, tan evocador, tan sugerente, tan abierto a nuestros propios veranos, de Nantucket a Sangenjo, guardianes del Atlántico; de Massachusetts a Galicia. Y un título que deja además abiertas nuestras propias vidas, nuestros propios veranos, Jennifer O´Neill incluida como dueña de la belleza sublime que todos pretendemos en nuestros firmamentos, sea cual sea esa belleza: una niña inglesa con su mamá en una piscina, un atardecer en el restaurante “Avista” de Funchal, tostadas con mermelada de fresa, un vídeo desde el coche mientras en la radio suena “7 Seconds”, de Youssou N´Dour y Neneh Cherry. O la enésima foto en el espejo de un ascensor. Verano del 21, cuando el zorro le dice a la chica rubia que hace el papel del Principito: “Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil... Pero tú tienes cabellos de color de oro... El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...”.

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Los veranos son así: nostalgia de los viajes, de cuando íbamos de pie entre los asientos delanteros del coche dirigiendo el mundo y con tus papás repitiendo, “niño, siéntate”; son burbujas de “Fanta” de naranja y helados de vainilla, los autobuses del “Regio” y de “Las Torres” y, sobre todo (todo-todo) la vida eterna por delante, cuando el mundo te lo comías porque estaba delicioso y no porque el guion diga que hay que aprovechar cada segundo.

Y hablando de aprovechar cada segundo, permítanme la licencia de contarles algo muy personal: los veranos eran también para aprender y yo, en este verano del 21, estoy aprendiendo a domar el tiempo, a hacerlo flexible como un chicle “Bazooka”. Rosa, dulce y elástico. Ver el mundo desde un avión (otra vez) o desde unos “Jimmy Choo” negros en los que envolver unos bonitos pies de mujer... Pero verlo. Se trata de ver el mundo, ni siquiera hay que entenderlo; se trata de ser actor protagonista, de ser testigo del instante y más en una situación tan cambiante como la que nos está tocando vivir desde el colapso de las Torres Gemelas que, aunque parece que fue ayer, son ya veinte años de aquel trauma global, de aquel inicio de la III Guerra Mundial invisible en la que estamos metidos, móvil en mano.

Pero en verano, nuestro verano del 21, los traumas quedan en el armario de los traumas, y solo debería haber espacio para la luz, los océanos espejados, las siestas juntos hasta las 8 de la tarde, más vinos blancos, y un compositor francés para poner la brisa necesaria, pongamos que hablamos de Michel Legrand. O de Nacho Cano y Mercedes Ferrer, que cuidan “que el viento no despeine tu flequillo”.

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