Cada vez que algún veterano muere en las trincheras de la vida, me da igual Elizabeth Taylor que mi querido Alberto Estella, siento lo mismo: ... uno menos. Uno menos para decorar, engrandecer, o al menos sujetar este mundo que se desmorona; cada vez que alguien muere siento lo mismo: quién nos cantará, quién nos escribirá, quién nos legislará, quién nos lo contará, quién nos hará soñar. Es como el silencio amniótico que causa la muerte de mamá. Observando lo que hay y lo que viene, sólo veo efectos especiales, no ideas; sólo veo la impostura tecnológica, no percibo sentimientos.
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Antes la muerte abría los fastos del recuerdo, de la gloria ganada, del trabajo hecho o de la victoria sobre vidas plenas y vividas, ahora la muerte me produce vértigo, incertidumbre y una terrible sensación de que nos dejan solos, como si encerráramos el pasado y tirásemos las llaves al mar. Uno menos. La muerte, tal y como yo veo ahora mismo el ambiente, es una palada de tierra sobre todo lo aprendido y conquistado, y el futuro no tendrá quien le escriba, pues simplemente no habrá pasado salvo para cuatro nostálgicos que acabaremos lapidados por el olvido y la indiferencia. En el metaverso que viene no cabrán las neuronas, ni el corazón, ni las cartas de amor, y mucho menos las escritas con una “Montblanc”, que el estilo cuenta, quiero decir, contaba.
Y no crean que me siento triste o que abandero un pesimismo recalcitrante, nada más lejos de la realidad para alguien que, como yo, canta cada mañana a su suerte y que se bebe la vida como Ava Gardner. Me siento, solo es eso, preocupado, y como periodista, doblemente preocupado: lo que veo no me gusta; no me gusta el cariz que están tomando los acontecimientos desde hace dos décadas, pues nos hemos echado en brazos de la indolencia y de un poder absoluto y fantasmagórico, se encuentre éste en Cupertino, en Moscú o en Pekín. El derrumbe no es patrimonio de los bombardeos. Como dice Arturo Pérez Reverte a propósito de la reforma educativa con la que nos ataca el Gobierno como si fuera un raid en pro de la ignorancia, “más peligrosos que los malvados son los estúpidos”. Los estúpidos y los mediocres, añado, nunca se olviden de los mediocres, el enemigo a batir en estos tiempos sin memoria ni elegancia. Claro que la culpa es mía, por haber imaginado un futuro con diseños de André Courrèges. Otro que tampoco está.
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