El domingo, cuando andaba zascandileando por las redes a media tarde, en busca de alguna curiosidad que aportar al día siguiente en Espejo Público sobre Isabel II (la reina inmortal, que al final no lo era), me topé con la noticia de la muerte del ... escritor Javier Marías.

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Leí el texto, incrédula, con el corazón encogido, mientras olvidaba de golpe todos los pormenores del circo que se monta en torno a cualquier acontecimiento relacionado con un miembro de la realeza británica. Al acabarlo, sin poder hacerme a la idea de la muerte de tan importante representante de nuestras letras, a quien tuve el honor de conocer hace muchísimos años, cuando era una pipiola y con quien entablé una amistad que, aun en la distancia y desde la admiración de la lectora fiel y cada vez más asombrada por su prosa hipnótica, siempre se mantuvo intacta, encendí todas las televisiones y radios de mi casa.

Buscaba más información, alguna suerte de homenaje al escritor que se va sin el Nobel, premio que, como ha dicho su amigo Pérez Reverte tiene menos categoría por no habérsele concedido; pero..., todo lo copaban las historias grandes y pequeñas de la reina Isabel II, la soberana más longeva y que más tiempo ha ocupado un trono en la historia de la humanidad.

Marías construyó su propia corte en el reino de Redonda, que creó en Negra espalda del tiempo en, 1998, para jugar consigo mismo y con su autobiografía en la que incluyó a destacadas personalidades de la cultura de su tiempo (Almodóvar, John Asgbery, Coppola, Savater, Ian Michael, John Coetzee, Ray Bradbury, Vargas Llosa y tantos otros), otorgándoles títulos nobiliarios. Una obra con la que se anticipó con poderío y personalidad a la tan de moda autoficción.

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Pero se ve que reinar en las letras no es lo mismo que hacerlo en Inglaterra, donde hasta los no monárquicos portan banderitas de la familia real, independientemente de todos los años y actuaciones horribilis que les hayan regalado sus miembros.

El caso es que la reina Isabel, que era, con sus perros -aunque a algunos se los hubiera regalado el impresentable del príncipe Andrew-, lo mejor de la monarquía británica, ha muerto. Y lo siento, claro. Pero ni aunque ella fuera una buena reina ni aunque nuestro rey la llamara “tía Lilibeth” en privado los británicos van a dejar de ningunearnos jamás, ni tampoco van a devolvernos Gibraltar.

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Así que no entiendo ni darles tres días de luto en la capital, ni tanta atención sobresaliente en todos los medios, durante no sé cuantos días. Máxime cuando tenemos otro muerto reciente que ha hecho mucho más por nosotros, por nuestro país y nuestra cultura y que es, encima, uno de los nuestros...

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