Los jóvenes de ahora no son como los de antes. Esta frase tan repetida ha permanecido inalterable a lo largo de generaciones. Basados en tópicos ... de este estilo tendemos a menospreciar a una juventud a la que le endosamos excesivas carencias y escasas virtudes. Solemos repartir credenciales de frivolidad, superficialidad y otros epítetos que tienen que ver con la falta de compromiso, con la diversión sin medida, cuando no con la vagancia o la indolencia a la hora de responsabilizarse y pensar en el futuro. Y es que nos movemos a golpe de tópico. Claro que hay jóvenes insensatos, imprudentes y hasta estúpidos. Pero sería pecar de ligereza encasillar a toda una franja de la población en ese apartado, por más que así lo crea un colectivo que pasa por sesudo y biempensante.

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Estas Navidades he conversado con quien podría encarnar esa vertiente de joven comprometida con unos valores que yo considero admirables. Apenas coronada la veintena, esta muchacha formada en Ciencias Políticas y Administración Pública, que ha trabajado con organismos y consultorías de renombre en diversos países occidentales, descubrió que la feliz plenitud de su trabajo se encontraba en el corazón de África. Y, desechando ofertas tentadoras, se embarcó en el Programa Mundial de Alimentos de la ONU y ACNUR. La República de Chad fue su destino. Allí trabaja con entusiasmo en una tarea que tiene como objetivo ayudar a los más necesitados.

Su vida en esos lugares es admirable, aunque dura y no exenta de riesgos. Doce horas al día de entrega y apoyo a miles de refugiados, muchos de los cuales –procedentes de países tales como Eritrea, Etiopía, Somalia, Senegal, etc.— llevan malviviendo en campos casi dos décadas. Allí colabora en la distribución de comida (a veces la única disponible en el día) a escolares, auxilia a las mujeres que luchan por criar a su familia, asesora en cuestiones de deforestación, regeneración de suelos, acuíferos, sanidad y otros elementos básicos entre una vasta población multicultural y multiétnica que habla más de un centenar de dialectos.

Sin miedo a los posibles peligros –siempre hay que moverse con escolta armada en vehículos todoterreno por precarias pistas forestales--, esta joven rubia, de ojos azules y permanente sonrisa, dice que es feliz, que no tiene tiempo de aburrirse, que valora los pequeños detalles de vivir en un país en el que escasean las vacunas, el agua potable, la electricidad, el alojamiento mínimamente digno y, por supuesto, el dinero. Donde en un régimen semidesértico hay que esquivar continuamente la malaria o el dengue, porque menudean los virus y bacterias de todo tipo, los mosquitos, reptiles, bestias y alimañas. A mí me ha impresionado. ¡Ah! Se llama Ana Heras del Arco. De Salamanca, de pura cepa, como ya he dicho.

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