Puede que sea una valoración algo injusta. Y quizá los bellos versos de Jaime Gil de Biedma (“en un viejo país ineficiente/algo así como ... España entre dos guerras/civiles”) desprendan un aroma noventayochista hoy anacrónico. Porque es verdad que algunas de las chuscas anécdotas sobre la incompetencia de nuestras autoridades públicas en estas semanas no se apartan mucho de otras acontecidas en otros países: en el caso de la escandalosa (e incomprensible para los profanos) escasez de mascarillas sanitarias, hasta los orgullosos holandeses han sufrido algún traspié, y Alemania (ejemplo habitual de rigor y buen gobierno) habría tenido que afrontar el bochorno de que seis millones de unidades, compradas en China, desaparecieran misteriosamente en un aeropuerto africano. Conviene, por tanto, contextualizar para no extraer conclusiones exageradas. Pero incluso así, y reconociendo además la extraordinaria dificultad de administrar una crisis tan colosal como esta, resulta imposible evitar la sensación amarga de que, literalmente, somos un desastre.
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La más básica de las calamidades en la gestión de la crisis es la estadística. Como veníamos sospechando, ahora resulta que los datos que manejamos sobre la incidencia del coronavirus son, como mucho, aproximaciones, meras referencias, que en absoluto hay que tomarse al pie de la letra. No son correctas ni las cifras de infectados (ya lo veíamos venir, teniendo en cuenta que al principio se basaban en unas pruebas que cuando las cosas se pusieron feas dejaron de hacerse), ni las cifras de muertos (porque no incluyen los enfermos sin diagnóstico que fallecen en sus casas o en residencias), ni tampoco el de personas ingresadas en las UCI (porque, al parecer, increíblemente, unas comunidades autónomas envían datos de todos los que han pasado por ellas y otras descuentan las altas y las bajas). Si ni siquiera nuestros propios datos son fiables mucho menos lo son entonces las comparaciones con los que aportan otros países, que a su vez siguen criterios diferentes y, en muchos casos, aparecen claramente maquillados. O sea, no pierdan mucho el tiempo con esos ejercicios logarítmicos tan brillantes que nos ofrecen los periódicos para ilustrarnos la evolución de “la curva”. Demos por seguro, por un lado, que en este momento ocupamos un ominoso lugar de privilegio en el escalafón mundial de muertos por la pandemia. También que las cifras de personal sanitario contagiado tienen poco parangón en otras latitudes. Y tomemos también como muy probable, por el lado positivo, que el confinamiento ha frenado los contagios y que la situación en los hospitales ha mejorado. No puede garantizarse mucho más.
Otro rasgo singular de nuestra ineficiencia ha sido el descubrimiento definitivo de que nuestra lucha contra el coronavirus no la acomete un sistema sanitario sino diecisiete sistemas distintos. Y no precisamente bien coordinados. No hay apenas entre ellos, según hemos visto en estas semanas, circulación de enfermos, ni de personal, ni de material sanitario. Está siendo más fácil trasladar enfermos de un hospital francés a uno alemán que de un hospital de Albacete a otro de Murcia. Las demandas de solidaridad de las comunidades autónomas más cercanas al colapso han encontrado un eco mínimo en las restantes (que incluso, en Galicia, pareció demasiado generoso a los partidos de la oposición). Y del papel coordinador ejercido hasta la fecha por el Ministerio de Sanidad mejor no hablar. Inopinadamente, había algo peor que permitir que las diecisiete autonomías hicieran la guerra al coronavirus por su cuenta: consistía en poner al frente de la crisis a un ministerio fantasma, sin presupuesto, sin personal, sin experiencia en la gestión de unas competencias que hace tiempo perdió. Todo un golpe bajo para quienes, ingenuamente, aplaudimos la centralización de la administración sanitaria en esta situación excepcional.
De este modo, el panorama va teniendo un cierto aire de “déjà vu”, de una incapacidad de hacer frente con sobriedad y eficacia a los problemas que -bajo las apariencias de la comunicación postmoderna- recuerda demasiado a otros momentos de nuestra historia, marcados también por la imprevisión y la incompetencia. Es, según titulaba un periódico este fin de semana, como si estuviéramos combatiendo una pandemia del siglo XXI con armas del siglo XIX. Hasta muchos de esos arrebatos generosos y entrañables de nuestra solidaridad presentan un tono sepia, como salido de otro tiempo: monjas de clausura que dejan de producir dulces para preparar mascarillas; caretas fabricadas con impresoras caseras; batas confeccionadas en talleres improvisados en garajes o con viejas máquinas de coser arrinconadas en el comedor de casa...
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La España vieja, de resonancias machadianas, la que creíamos (ya no sé si equivocadamente) sepultada por el progreso y la modernidad, parece resurgir ahora, en medio de esta siniestra crisis, como una especie de maldición de la que nunca acabamos de salir.
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