RECURRAMOS de nuevo a este entretenido juego que es el fútbol, para entenderlo a la primera. Imaginemos que de pronto, los jueces de sala que ... revisan las jugadas que corrigen al árbitro mediante este moderno mecanismo llamado VAR, en vez de ser elegidos atendiendo a criterios de independencia o imparcialidad, resulta que son designados por la camiseta con que se visten en la intimidad las grandes tardes de fútbol. Es decir, por su inquebrantable adhesión y fidelidad a unos colores entre aquellos equipos que cuenten con mayor número de seguidores.
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Imaginemos, por lo tanto, que unos cuantos de estos jueces los elige el Madrid y otros el Barça. ¿Algún alma cándida podría llegar a pensar que estos jueces tomarán decisiones neutrales y ecuánimes? ¿Se imaginan que en ese partido en el que se está decidiendo la liga acordamos que algún distinguido forofo del Barça, es quien debe decidir si es penalti esa jugada en la que parece que el defensa central del Real Madrid zancadillea a Messi cuando se internaba en el área? O, al contrario: ¿se imaginan que el tipo más fanático del Madrid es el que nos iluminará sobre si el disparo de Benzema fue interceptado con la mano por Piqué, o se trata de una ilusión óptica?
Pues esto es lo que hemos acabado institucionalizado en el mundo de la política. A pesar de ser conscientes de que en cualquier resolución judicial debería prevalecer la total independencia judicial y la separación de poderes, ahí están PSOE y PP, los dos partidos más votados y sus correspondientes amigos, atascados en el empeño de decidir no los jueces más honestos y honrados o los mejor preparados para el desempeño de aplicar e interpretar las leyes, sino aquellos otros que les parece a estos políticos que lucharán con más ardor por sus intereses particulares, esos hinchas conservadores o progresistas que saben que siempre inclinarán la balanza para el lado que convenga a quien tuvo el detalle de colocarlos en el correspondiente sillón.
Un despropósito que efectivamente da lugar con demasiada frecuencia a esas disparatadas sentencias que nos sonrojan. Un absoluto escándalo que debería avergonzar a nuestros políticos, pero del que sin embargo parecen sentirse orgullosísimos cada vez que cuelan a uno de los suyos en la correspondiente sala o audiencia.
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