Trece días llevamos de enero, en consecuencia, del nuevo año, y ninguno ha sido normal. Todos han tenido su cosa. De las tristezas del primero ... a la ausencia “visible” de unos Reyes Magos digitales, pasando por el asalto al Capitolio, “Filomena” a mi pesar, esta ola de frío turolense más que polar, que hasta el Tormes está medio candado... Se despierta uno cada mañana sobresaltado, esperando lo peor, retrasando el primer vistazo al teléfono móvil y el encendido de la radio por lo que podamos leer y escuchar. Ya no digo nada del Bocyl (Boletín Oficial de Castilla y León), que leemos con el corazón encogido buscando la desgracia que los oráculos más funestos de la Junta de Castilla y León, Francisco Igea y Verónica Casado, han avanzado horas antes, como pájaros de mal agüero. Agoreros. Cenizos. Creo que hoy toca, así que tampoco será un día normal, de esos que tanto echamos de menos. Con sus rutinas, su lento pasar de las horas, aburrido, si me apura. Y encina es trece. Está tomándose su tiempo este año para mostrarse mejor que el pasado. Solo el avance de la vacunación inyectaría algo de optimismo al momento, pero vamos a un ritmo desesperante, como de tren a Madrid o Barcelona, aunque vamos. Menos mal.

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Se va a hacer eterno el esperar a la vacuna y el propio año en sí. Los sicólogos, agudos, dicen que comienzan a ver señales en la sociedad de “fatiga pandémica”, algo así como que estamos de esta situación hasta el último pelo corporal. De la situación y de todo el mundo. De unos más que de otros. Hay que tener la paz de ánimo de Francisco de Salinas, que serenaba todo a su alrededor, para afrontar estos tiempos. Salinas, músico y ciego, figura salmantina, se nos moría un día como hoy de 1590. O sea, hace 430 años. De nada. Ahí está helado en la Rúa, pobre, en escultura realizada por Hipólito Pérez Calvo, a quien se rinde homenaje expositivo en su tierra, Zamora. Más frío tendrá la mujer “boteriana” con su desnudez y depilación integral, cerca de la Plaza de San Juan de Sahagún, que también es escultura suya. La veo, me llega el frío al tuétano de los huesos y me dan ganas de acercarle un caldo o una sopita caliente; ya se sabe que la sopa “es económica, quita el hambre y la sed opaca, ayuda a dormir, no cuesta digerir, nunca enfada y pone la cara colorada”. Siete virtudes, siete, que tiene la sopa, según los clásicos. En el recién publicado “El Glotón”, con textos de Joaquín Jesús Sánchez e ilustraciones de Marina Vidal, se confía en las onomatopeyas gastronómicas (desde el descorche al pan crujiente) como el mejor ingrediente de una receta contra el desánimo. No le falta razón. Joaquín es un “filósofo” al que sigo en su “The Objective” para que no cunda el pánico del desánimo, como el que ha traído “Filomena” a algunos súper. Buen momento también para leer “Ciudades hambrientas”, de Carolyn Steel.

Lo que decía es que queremos (y ya toca) un día normal, un día más, como otro cualquiera que no sea de este año ni del pasado. Sin contagios en aumento, UCIs a punto de desbordarse, sanitarios al borde de un ataque de nervios, bares cerrados por decreto de la noche a la mañana y con clases presenciales. Un día de aquella nueva normalidad que imaginábamos la primavera pasada, sin el aspecto de usado, antiguo, gastado, sino diferente, nuevo, para estrenar, como se estrena ropa en Ramos. No lo veo, así que igual hago caso de la receta contra el desánimo. O me hago una sopa, que también.

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