Qué quieren que les diga? He llegado a un punto en que me parece que yo también necesito un chivo expiatorio. Ya saben, ese animalillo ... que en la tradición hebraica era sacrificado para la expiación de los pecados de una comunidad, cuando esta sufría alguna desgracia y, a falta de mejor explicación, se entendía que todo obedecía a una cólera divina que había que aplacar. Se trata de una tradición, reconozcámoslo, algo brutal, pero de acrisolada trayectoria. Durante siglos, los propios judíos fueron el chivo expiatorio con el que se exorcizaban las pestes o las hambrunas. En tiempos más recientes de violencia anticlerical se perseguía a los frailes, acusados de combatir las revoluciones populares envenenando el agua de las fuentes. Y los regímenes totalitarios del siglo XX fueron expertos siempre en imaginar “enemigos del pueblo” que, con sus acechanzas, impedían alcanzar de una vez el paraíso prometido.

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Tengo que confesarles que, siendo persona de natural más bien contenido y admirador confeso de la racionalidad ilustrada, me ha costado dar el paso. Que he venido creyendo que frente a la horrible pandemia que sufrimos lo que había que hacer era, primero, conocer bien la magnitud del problema. Después identificar con precisión las causas. Y a continuación desarrollar con decisión los planes de actuación que pudieran conjurarla. Pero no. Ya no. Créanme, estoy a punto de irme al lado oscuro.

Porque a estas alturas del proceso resulta imposible encontrar alguna racionalidad en lo que nos pasa. Solo está claro que acabamos de recuperar el liderazgo. No supimos cómo, pero lo alcanzamos en la primavera pasada. Y tras unas semanas en las que aflojamos, lo hemos recuperado también ahora, sin que sepamos tampoco por qué. Todo un récord, lo más “top” que hemos conseguido en décadas. Pero dicho queda: salvo eso, que somos de nuevo el hazmerreír del mundo mundial, poco más puede afirmarse con rotundidad sobre lo que está sucediendo.

No lo sabemos, en primer lugar, porque nos hemos instalado confortablemente en el caos estadístico. Por más que te esfuerces, resulta imposible saber el número de enfermos y el de fallecidos causados por el coronavirus. Tampoco el número de pruebas que se hacen, ni propiamente sus resultados. No sabemos lo mismo de lunes a viernes que en los fines de semana, porque en estos, faltaría más, hay que tomarse un respiro. Tampoco sabemos lo mismo sobre una comunidad autónoma que sobre otras, precisamente por eso, porque para algo somos autónomos. Así que en todas las estadísticas aparecemos mal, pero no igual de mal en unas que en otras, porque depende de quién haya dado los datos o haya hecho las sumas, las restas, las multiplicaciones y las divisiones.

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Si ni siquiera tenemos una idea aproximada de las cifras, menos aún vamos a tenerla sobre las causas de lo que nos pasa. ¿Qué diablos explica que el mismo virus sea más contagioso y más letal aquí que al otro lado de nuestras fronteras? ¿Será que estamos peor organizados que ellos? ¿En ese caso, por qué no copiamos lo que hacen? ¿O será que nuestra intensa sociabilidad, responsable al parecer de tantos rebrotes, es tan distinta de la portuguesa, de la francesa o -yo que sé- de la siciliana? Y ya en lo nuestro, ¿qué hacemos en Salamanca que no hacen en Zamora o en Cáceres para estar como estamos?

Y soluciones, je, ¡soluciones! Visto que se criticó mucho al Gobierno en la primavera, este ha decidido apartarse en el verano. ¡Que se mojen los gobiernos de las autonomías, esos listillos que tanto se quejaban! Y estos se van mojando sí, cada uno a su aire, unos duros y otros blandos, pero sin que se vea que exista mucha correspondencia entre la gravedad de la situación y la dureza o la blandura.

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Así que, deseoso yo también de explicaciones que me sosieguen, empiezo a comprender por qué existe tanta gente que ya localizó su chivo expiatorio. La culpa la tiene el Gobierno, dicen unos. No, el Gobierno no, que ahí están el ministro Illa, tan formal, y el señor Simón, tan majo, y hacen lo que pueden, dicen otros. Las responsables son las comunidades autónomas, en particular esa atribulada señora Ayuso que tanto encrespa a tantos, la presidenta de ese territorio que, manifiesta otro, es nada menos que una “bomba radiactiva vírica”. No, rotundamente no, responden otros más: no fallan los políticos sino la gente, que es una irresponsable y no para de beber y abrazarse.

Lo dicho. Creo que voy a dar el paso. Aunque antes tengo aún que encontrar el chivo expiatorio que más me convenza. Porque, eso sí, la nómina de responsables de este abrumador fracaso colectivo es muy abundante. Y la elección no es fácil.

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