El Ministerio de Asuntos Sociales y Agencia 2030 ha elaborado una ley, posteriormente aprobada por el Consejo de Ministros, sobre protección, derechos y bienestar de ... los animales. En septiembre se editó un Código de Protección y Bienestar Animal con especificaciones por autonomías, que recoge todo el cuerpo legislativo, previo y actual, acerca del tema. Por si alguien se atreve a hincarle el diente en su totalidad, son 766 páginas de densa prosa y, como es natural, sin ilustraciones que amenicen mínimamente tan ingrata como instructiva lectura.
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Ya Aristóteles reconocía el carácter sintiente de los animales, que tienen sus derechos. Pero no más que los derechos de los humanos, aunque haya quien piense lo contrario a juzgar por la sarta de memeces que emiten ciertos individuos alegremente respaldados por asociaciones cuyos biempensantes miembros solo conocen el reino animal a través de Walt Disney o de musicales simplones de sonrojante mentecatez.
En los medios rurales siempre ha habido animales a los que por lo general las gentes de ese mundo han sabido cuidar. Animales de trabajo o de compañía, pero siempre cumpliendo con el cometido que tenían asignado. En mi casa, como en la de tantos agricultores y ganaderos, siempre hubo vacas para dar leche y tirar por el carro, y un toro para cubrirlas, y cabras y ovejas para proporcionar carne, lana y leche, porque los quesos no brotan solos, y los calcetines de invierno se tejen gracias a los vellones de la esquila anual (aunque algún idiota opine que esquilar es atentar contra la integridad ovina). Y había caballos, burros, gatos y gallinas cluecas con su gallo de cresta colorada (al que unas estúpidas tildan de violador), gracias al cual en primavera había pollaradas que buscaban el gusano bajo el amparo protector de la madre. Y teníamos perros para cazar, carear, enfrentarse al lobo o proteger la casa; y a veces conejos, tan sabrosos en un guiso de arroz. Y el cerdo, imprescindible por su aporte a la alimentación familiar en los largos inviernos. Todos nacían, vivían y morían con más o menos dignidad. Como los humanos. En la España rural de vida dura e ingrata la pérdida de un animal era una desgracia. Pronto aprendimos que no se podía pegar al cerdo, ni apedrear a los perros, ni jinetear a las cabras de la vecera, ni ensañarse con los demás seres con los que se convivía. No voy a negar que alguna vez a la chiquillería se le iba la mano y en ese caso sobrevenía la consabida reprimenda. En cambio, no había reproche alguno si a un ofidio le machacabas la cabeza con la primera piedra que pillaras a mano. Pesaba mucho en las mentes infantiles la serpiente del Paraíso, causa de tantas calamidades posteriores. Y entre calamidades estamos todavía.
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