Leía el otro día, a propósito de la invasión rusa de Ucrania, una noticia que me llamó mucho la atención. No era nueva. Hacía referencia a una encuesta realizada hace siete años por Gallup Internacional en sesenta países de todo el mundo. Querían saber qué ... porcentaje de población estaba dispuesto a tomar las armas por defender a su país en un conflicto bélico. Los marroquíes aparecían como los más belicosos con un 94%, mientras que los japoneses ocupaban el último puesto a la hora de proteger su territorio con apenas un 11%. Los españoles tampoco nos caracterizábamos por nuestro patriotismo. Solo dos de cada diez empuñarían un Cetme -el fusil con el que los de mi generación hicimos la mili- en el caso de que nuestra nación entrara en guerra.

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La verdad, no me lo termino de creer. No puedo comprender que los herederos de un país que fue capaz de luchar contra la ocupación árabe durante casi ocho siglos o que se enfrentó sin fuerzas armadas al poderoso ejército de Napoleón en la Guerra de la Independencia, cambien su idiosincrasia de la noche a la mañana.

Entiendo que la reacción a cuarenta años de una militarizada dictadura franquista o la supresión del servicio militar obligatorio, por un interesado José María Aznar el último día del año 2001, pueden haber influido en las generaciones actuales. Pero no hasta ese punto.

A todos los que en su día respondieron a esta encuesta dando la espalda a la defensa de su país y a todos los que lo harían en estos momentos, les recuerdo que Vladímir Putin publicó ayer mismo la lista de estados y territorios que considera han llevado a cabo “acciones hostiles” contra Rusia. Y entre ellos está España.

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El psicópata que bombardea a civiles en corredores humanitarios; el sátrapa que es capaz de mandar a un periodista 15 años a la cárcel si no escribe lo que él quiere; el dictador que no está permitiendo la evacuación de personas que viven en ciudades donde no hay alimentos, ni calefacción, ni agua potable; el autócrata que lanza misiles sobre el país con el que está negociando un alto el fuego; el tirano que amenaza con apretar el botón nuclear nos considera sus enemigos.

Todavía se me hace un nudo en la garganta cuando recuerdo a aquella mujer ucraniana que comentaba en una emisora de radio, en un perfecto castellano, que no podía comprender que una tarde estuviera tomándose una cerveza tranquilamente en el bar de la esquina de su casa al salir del trabajo y, al día siguiente, corriera a refugiarse en un búnker porque llovían bombas con apellido ruso. Acababa de comenzar su infierno.

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Confieso haberme emocionado también cuando he visto a esos padres ucranianos dejar a sus familias en la frontera con Polonia y darse media vuelta entre lágrimas para volver al frente a defender su tierra. Y también me ha tocado la fibra la estrella del tenis ucraniano Sergiy Stakhovsky, que estaba de vacaciones con su familia en Dubai cuando comenzó la invasión y no dudó en regresar a su país, dejando a su esposa y a sus tres hijos pequeños en su hogar en Hungría, para unirse a la lucha.

¿Se quedaría de brazos cruzados ese 79% de españoles que respondió que no tomaría las armas por su país si cayera un misil en Madrid? ¿Acogerían con los brazos abiertos a una columna de tanques rusos entrando por La Jonquera? Salvo el de algún independentista catalán despistado, al que le suena que Putin les ha echado una mano en su batalla por la desinformación, no creo que tuvieran un recibimiento amable.

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Por eso, ya basta de escuchar las tonterías de Ione Belarra con sus “partidos de la guerra” o de Irene Montero con su “diplomacia de precisión”. Si no están de acuerdo con el Gobierno al que pertenecen, al que consideran belicista, que dimitan. Nos harían un enorme favor. No vaya a ser que un día nos tengan que defender.

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