El escritor bilbaíno Luciano Rincón contó en su último libro (una biografía carcelaria) una anécdota muy significativa. Uno de sus compañeros de cautiverio, otro preso ... político como él, sostenía que en las cárceles franquistas “toda mejora empeora”. Lo mismo pienso yo sobre el nuevo tratamiento con el público que ha traído consigo esa mejora llamada nuevas tecnologías. Para empezar, el trato directo con el público por parte de los funcionarios casi ha desaparecido, siendo sustituido por teléfonos -siempre en espera- o por páginas web a las cuales a veces es casi imposible acceder. Y si el ciudadano es paciente y persistente, puede finalmente conseguir que le atienda una persona. Dejo aquí constancia de mi gratitud al inventor del teléfono manos libres, pues hace la operación repetitiva menos desesperante.

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Hace unos días, el catedrático de Derecho Administrativo Antonio Jiménez Blanco glosaba esas mejoras en torno a la interminable longitud de los procedimientos penales. “Y es que en España han cambiado muchas cosas desde los venturosos 1978 y 1986. Pero, en lo que hace a los ritmos de la burocracia -judicial y también administrativa- no hemos progresado -dicho sea con las excepciones y los matices de rigor- desde que en 1833, todavía en el reinado de Fernando VII, Mariano José de Larra, en su “Vuelva usted mañana”, explicara con acidez las tribulaciones de un francés que había venido a investigar la genealogía de los Díaz y los Díez”.

El Vuelva usted mañana te lo decía una persona de carne y hueso, pero el “inténtelo de nuevo en otro momento” está pregrabado y cuando, al fin, alguien se pone al teléfono seguramente esa persona está en Perú o en Marruecos y el ciudadano jamás le verá el rostro. Se puede decir que la relación personal con los servidores públicos se nos ha escamoteado.

En lo que se refiere a la instrucción fiscal o penal, la cosa es aún más grave, pues si el encausado es una persona pública se verá sometido a la permanente exposición en los medios de comunicación a todo tipo de comentarios alimentados por las filtraciones ilegales, en las cuales están especializados algunos funcionarios judiciales y no pocos policías. En palabras del citado catedrático, “digan lo que digan las leyes sobre los secretos, la mediatización del trabajo judicial forma parte de la sociedad del espectáculo- puede constituir una forma de tortura -una suerte de gota malaya- que, por psicológicamente agobiante, ponga en entredicho la Convención de Ginebra contra los malos tratos”.

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