Hay quien opina que los protocolos y los rituales son algo de otro tiempo, de épocas antiguas en las que primaba la rigidez y la ... formalidad, sin encaje ya ni en las sociedades modernas, regidas por la racionalidad ilustrada, ni menos aún en este alegre revoltijo de personas y condiciones propio de nuestro vivir postmoderno. A quienes sostienen satisfechos tal cosa convendría desengañarlos cuanto antes: uno de los elementos nucleares de las sociedades contemporáneas es precisamente, nadie lo duda en las ciencias sociales, la fuerza extraordinaria de los símbolos, y ello tanto en el ámbito privado como en el público, sea este político, sindical, deportivo, festivo o de cualquier otro orden. Los estudiosos de los nacionalismos conocen también de sobra un libro cuyo título brillantemente paradójico se ha convertido casi en una frase hecha, “La invención de la tradición”, que muestra la eficacia de las tradiciones en la conformación de las identidades colectivas en general y de las nacionales en particular; tanta eficacia, tanta utilidad, que cuando no existen dichas tradiciones o aparecen diluidas resulta posible, y a menudo muy provechoso para sus promotores, recrearlas o incluso “inventarlas”. Los elementos simbólicos siguen generando hoy -quizá generen más que nunca- una intensa emotividad, que a su vez constituye el más relevante agente movilizador de nuestras sociedades.

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La universidad es, para muchos universitarios, algo más, bastante más, que un mero lugar de trabajo. Al menos en la Universidad de Salamanca. Por esa razón, conocemos la importancia de nuestros ritos y ceremonias, que no nos parecen antiguallas carentes de significado. Sin ser expertos en la historia universitaria sabemos, o intuimos, que en el Antiguo Régimen, cuando las universidades se consolidaron como corporaciones autónomas, con fuero propio, también se generaron ceremoniales propios, que constituyeron uno de sus principales modos de expresión pública y que aparecían cargados de connotaciones simbólicas. En el caso de Salamanca, cuenta Jerónimo Hernández que, por ejemplo, cuando la procesión del Viernes Santo pasaba por la universidad, el maestro de ceremonias requería al corregidor de la ciudad el bastón símbolo de su autoridad, el cual era entregado a algún doctor que, posteriormente, a la salida de la procesión, lo devolvía al corregidor.

Después las cosas cambiaron. En el siglo XIX, tras la crisis del Antiguo Régimen, llegó la uniformidad y centralización liberal, que acabaron con la autonomía tradicional de aquel mundo corporativo. Luego, ya avanzado el siglo XX, la universidad mudó de naturaleza y se democratizó definitivamente, hasta convertirse en servicio público. Entonces ya había emergido, reformulado, el principio de autonomía universitaria, ahora más orientado a la reivindicación de la libertad de pensamiento y enseñanza, así como a la autonomía de gobierno frente al intervencionismo político que a la preservación de una independencia financiera que ya hacía tiempo que había desaparecido. Pero en ese proceso la universidad, al menos la Universidad de Salamanca, mal que bien, mantuvo con orgullo sus ceremonias, depositando en ellas una carga simbólica que evocaba de manera nada disimulada aquella autonomía perdida. Las que ahora disfrutamos y que tanto admiran nuestros invitados, que las creen poco menos que inmemoriales, son en realidad fruto de un proceso que también podríamos considerar de “invención de la tradición”, aunque habitualmente se califique de “restauración ceremonial”, obra del rector Antonio Tovar y del catedrático de Filología Ricardo Espinosa a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, en el contexto de la conmemoración de nuestro Séptimo Centenario. Pero poco importa tal cosa: nos sentimos orgullosos de ellas, las consideramos nuestras, un elemento que nos define como una universidad singular, una de las más antiguas y prestigiosas de Europa, la primera de las españolas vivas y en muchos sentidos una universidad diferente a cualquier otra.

Por todo ello resulta indispensable observar un respeto escrupuloso de los protocolos, ceremonias y rituales que nos distinguen y que han sido objeto de tutela y preservación por aquellos que nos precedieron, a menudo venciendo poderosas presiones externas y asumiendo todos los costes institucionales y personales que pudieran presentarse. La universidad no es solo un centro de generación y difusión del conocimiento cuyo funcionamiento debe ser gobernado con el fin de mejorarlo. Tiene otras obligaciones ineludibles, entre las que se encuentran las relacionadas con todo aquello que, simbólicamente, ha forjado nuestro orgullo y nuestra identidad colectiva. No podemos renunciar a eso. Al menos en Salamanca.

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