Y entonces llegó él. De otro mundo, de otra galaxia, de otro universo o tal vez del Olimpo y consiguió su decimotercer Roland Garros. Y ... una vez más nos dejó a todos inmóviles, pasmados y boquiabiertos, ante un hombre con hechuras de dios griego, los talones más alados que Hermes y el rayo de Zeus en su raqueta imbatible.
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Sería difícil hablar de él, de su juego limpio, de su sacrificio y de su esfuerzo, sin repetir los mismos argumentos de todos los españoles cada vez que lo mencionan.
Cien triunfos en ciento dos partidos han logrado, además, que Rafael Nadal, nuestra deidad deportiva incuestionable, alcance tal consideración incluso para los franceses, que siempre se aguantaban el entusiasmo al celebrar sus éxitos y que tras esta victoria perfecta han desbordado su admiración en comentarios como el de “es algo que supera el entendimiento”. (Guy Forget, dixit en Le Parisien) Y nos gusta escucharlos, porque así es. Nadal va más allá de lo racional y de lo comprensible. Es pura pasión. Amor por el deporte. Por competir. Y por la vida. Un hombre virtuoso que busca transformar sus debilidades en fortalezas a través del trabajo y que supone el ejemplo máximo para todos los españoles. Quizás el último de nosotros al que no hay quien, independientemente de su color político o ideología, que no sea capaz de considerar “uno de los nuestros”. El mismo que, cuando se emociona al escuchar el himno no solo no agrede a nadie, sino que nos devuelve a todos, sin estridencias, la identidad de país y el honor de pertenecer a un pueblo.
En tiempos oscuros como los que vivimos, donde las rencillas invaden hasta el sentido común y nos cuesta tanto confiar en mensajes tan cruzados como el fuego de las trincheras, el revés de Nadal es un canto al optimismo. Nos hace sentir que, tal vez un día, seremos capaces apartar a los mediocres de sus atalayas para colocar en su lugar, sino a titanes de la talla del tenista –no existe más que uno en la tierra y solo es él-, al menos a personas con sus mismas ganas de recuperar la dignidad en el campo y de lograr que el aplauso sea inevitable por merecido y no obligatorio por consigna.
Nadal nos regaló otro domingo de magia, pero también un lunes de esperanza. Hay un hombre en España que cuenta con el respeto de todos los españoles, que los conmueve a todos por igual y que es capaz de conseguir que todos nos enorgullezcamos de su triunfo. Cuando nos parezca que todo se viene abajo y que es imposible encontrar el acuerdo y el camino, no olvidemos que siempre nos quedará Nadal.
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