Mi amigo Omar asegura que es lo mejor que le ha pasado en la vida. Quizá parezca exagerado, pero fue muy grande. Por estas fechas, ... más o menos, hace 13 años: Fernando Arrabal, encaramado a un trono, llevado en andas por ocho jóvenes poetas. Una “conferencia callejera” que los que estuvimos allí nunca olvidaremos.
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Una noche de sábado, fría, en la que una pequeña multitud cada vez menos pequeña y más atónita se iba congregando tras ese particular santo laico que no dejaba de encender con las chispas de su ingenio hogueras de irreverencia y surrealismo que calentaban cabeza, corazón y manos.
Arrabal es un icono pop encumbrado por su profecía del milenarismo, pero tras el que se encuentra una obra prolija, de hondura, y visos de posteridad en un manojo de títulos. Picnic (Cátedra) siempre será mi favorita con su eficaz espejo del absurdo de todas las guerras: “–¿Acaso quieres dar a tu padre una lección de guerras y peligros? Esto para mí es un pasatiempo.
Cuántas veces, sin ir más lejos, me he bajado del Metro en marcha”. Absurdo que se vuelve amargura y desolación por los presos políticos en aquella Carta de amor que nos dejó el intenso 2002: “¡Cómo me besabas cuando llegaba por el tren a Ciudad Rodrigo y volvías a verme!... besos reventando la melancolía”.
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Qué cosas, aquel día el personaje hilarante fue aquel que ha desnudado el alma, la sociedad y sus miserias (“La peor desgracia es morirse de hambre y esa siempre viene sola”, El Triciclo) y el personaje serio, el presentador, era aquel que hoy se toma a risa la violencia de género, la igualdad, la propia Guerra Civil.
No le vendría mal a Sánchez Dragó repasarse a Arrabal (es de suponer que lo haya leído, alguien que según sus propios cálculos se ha ventilado más de 30.000 libros) ahora que le llega el Premio Castilla y León de las Letras, oh casualidad, en la primera edición bajo el imperio de Santonja.
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Temiendo estoy el discurso del mes de abril, aunque el daño a nuestra autoestima, otro más, ya está hecho. Imagino que uno siempre entiende que merece todos los premios y nada más fácil que defenderse tildando de burros a quienes se opongan.
Pero el premio es triste. Por quienes lo tienen -exceptuando, supongo, al propio Santonja. Pobres Martín Gaite, Torrente, Alarcos, González Egido o Puerto. Triste por los que no, como Arrabal, mirobrigense nacido en Melilla (“Fui tan feliz enseñándote: a atar el nudo de la corbata de pajarita, a trazar la raya al peinarte, a dibujar el mapa de la provincia de Salamanca”)
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O por quienes se fueron sin él. Puestos a arrimar el ascua, ¿por qué no Juan Muñoz y sus frailes en un convento cerquita de Salamanca? ¿Y dárselo a una mujer? Elvira Sastre, Reyes Calderón... ya me imagino a alguno trepando, como Arrabal aquella noche, a la Puerta de Ramos gritando: “¡señor Dios, ábrame la puerta!”
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