Finalizado el verano, los rebaños que unos meses antes se trasladaban a los puertos de montaña en las sierras y pacederos en busca de hierba ... fresca y pastos abundantes, retornan a las dehesas extremeñas. Es la trashumancia, que desde los tiempos de la Mesta, y aun antes, recorría miles de kilómetros a lo largo de la península Ibérica. Esa trashumancia cuyos rebaños de merinas moldearon y dieron nombre a agrestes parajes, feraces vegas, densos bosques y verdes campiñas.

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La larga y dilatada historia de este fenómeno ha generado multitud de manifestaciones culturales a la sombra de una actividad fundamentalmente económica. La literatura, con sus poemas, romances, dichos y trovas, idealizó un oficio plagado de sacrificios y penalidades. Nada que ver con los zagales enamoradizos o las bucólicas pastoras que cantan alegres por las praderas y son cortejadas por galanes que tañen instrumentos musicales y recitan versos de amor. Esta visión idílica del mundo pastoril donde todos viven felices y los ganados se cuidan solos, donde pastores y pastoras disponen de tiempo para amorosos deliquios y frívolas ensoñaciones dista mucho de la cruda realidad. El verdadero sonido del campo que llegaba a los atemorizados oídos del inexperto motril o del más avezado zagal era el ulular del viento, el bronco bramido de los truenos rebotando en los peñascos o el aullido del lobo en la espesura. También, eso sí, el canto de los pájaros, el mugir del ganado y el lento gemir de los carros en épocas de cosecha.

Los rebaños ya no van a pie, salvo en trechos muy concretos. Tampoco en ferrocarril, que fue el gran avance para el transporte a principios del XX. Ahora viajan en grandes vehículos que en pocas horas mueven miles de ovejas desde Extremadura hasta las montañas de la cordillera cantábrica. Es el progreso que permite a algunos pastores modernos disponer en las majadas de placas solares con las que cargar los móviles, ver la tele y hasta alimentar un pequeño frigorífico. Con todo, el ancestral oficio de pastor desaparece poco a poco, al igual que las cañadas y cordeles, mudos testigos durante siglos de su recurrente transitar.

En junio me encontré en plena carretera de montaña con un camión que acababa de volcar. Procedía de Extremadura y llevaba a cuatrocientas ovejas merinas selectas hacia uno de los puertos de la zona. Setenta de ellas perecieron aplastadas como tributo a esta nueva modalidad de trashumancia motorizada. El resto del rebaño se puso a triscar por los ribazos próximos como si no hubiera pasado nada. Los perros, una decena entre mastines y careas, caminaban aturdidos y desnortados por la carretera. La escena me impresionó. Pensé que ese percance no les hubiera ocurrido a sus antepasados de la vieja trashumancia. Pero, claro, eran otros tiempos.

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