De nuevo he visitado a los Reyes Magos en la Catedral para ver si entregando la carta en mano hay más suerte. Ya sabe, están ... sus mágicas majestades en la fachada que mira al oeste, tallados por Juan de Álava; en el retablo dedicado a María, pintados por Nicolás Florentino; en las pinturas de Antón Sánchez de Segovia, en la capilla del Aceite, y en varios sepulcros de nuestra vieja seo, porque su aventura representa a la vida misma según la doctrina cristiana: seguir a una estrella, que es la fe, hasta llegar al Niño, donde todo acaba y, entonces, se embalsamaba al finado con un preparado de mirra, presente que rechaza la madre de Brian, protagonista de “La vida de Brian”, ignorando que era una verdadera y cara ofrenda de reyes, de Reyes Magos. Todo esto puede leerse en la Catedral si uno se fija o es guiado por Mariano Casas, su archivero. Bueno, pues en mano les he entregado la carta en la que les pido que regresen los que se marcharon y abran los que cerraron, que es lo mismo que solicitarles que todo esto no sea más que un mal sueño, consciente de que ni siendo el mejor de los creyentes será posible, pero hay que intentarlo todo. Y eso que no ayuda la pura realidad, desde luego, con aterradoras cifras de desempleo peores que las de la crisis de 2008, que obligan a nuestros gobernantes a ser más eficientes. Ni ayuda el día a día, con la dichosa curva, que exige cadenas de vez en cuando, ni tampoco la velocidad para llegar a la vacuna al final del túnel.
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Esa historia de los Reyes, que es una metáfora de la vida, según la visión cristiana, está en la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca, donde la encontró hace años la investigadora María Teresa Herrera Hernández. Está editada, pero no sé si será o no fácil de localizar más allá de los estantes de las librerías de viejo. Me contaron entonces que este libro formaba parte del botín napoleónico empaquetado para Francia en la huida de José I de España, alias Pepe “Botella”, y los suyos, pero no pasó la frontera gracias a la batalla de Vitoria: se quedó en España y formó parte de las colecciones del Palacio Real. Era uno de los “tesoros” expoliados por los franceses a nuestro Colegio de Cuenca y hubo que investir honoris causa a Francisco Franco para que el libro regresara a nuestros anaqueles universitarios. En fin, una interesante historia como la del “Auto del Nacimiento de nuestro Señor”, de Gómez Manrique, que se representa en tan señalada fecha en La Alberca, o la que encierra el poema “Vamos a esperarlos”, de Gabriel y Galán, cuya muerte, en 1905, coincidió con el día de Reyes. No hubo cabalgata ayer, así que su “dichosos, vosotros, que vais a esperarlos; que es ir a un convite, de dulces y abrazos”, se quedó solo en palabras. O deseos.
Siempre nos quedará el legendario Roscón de Reyes, que es una fiesta en sí mismo, como ese Lunes de Aguas, que ya lo es de Interés Turístico Regional, según el BOCYL de ayer. Una puerta que se abre a nuestro hornazo para que conquiste el mundo. El roscón es más que un dulce, como el hornazo es mucho más que lo que vemos a simple vista. El roscón es una metáfora, como la historia de los Reyes Magos, pero lo olvidamos cuando comenzamos a comerlo. Nos quita el sentido, efectivamente. Y olvidamos que su forma evoca la eternidad, que sus frutas escarchadas son piedras preciosas que atraen riqueza y que el regalo es el haba que nos libera o hace reyes, si quiera por un día. Reyes por un día. Hasta los republicanos tienen ese sueño.
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