A a rey muerto, rey puesto”, nos recuerda el dicho español. En el caso de Inglaterra la fallecida es la Reina, “por la Gracia de ... Dios, del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte y Reina de sus otros Reinos y Territorios, de la Mancomunidad de Naciones y Defensora de la Fe”. El rey puesto es el hasta ahora Príncipe de Gales, que hereda el trono con el nombre de Carlos III. Como dicen allí, “Dios salve al Rey”. Los británicos han tenido la reina más longeva de la historia. Isabel I reinó 45 años y la reina Victoria, 63. El nuevo rey, por su parte, ha sido el príncipe que, en calidad de eterno aspirante, ha estado esperando más años el acceso al trono. De ahí que sus súbditos celebren de forma simultánea el duelo por la reina fallecida y el alivio por la continuidad de una institución que goza de simpatías en la práctica totalidad de los sectores sociales. A nosotros puede que nos resulte difícil de comprender ese arraigo tan peculiar de los sentimientos monárquicos en una nación aparentemente fría, austera e insensible para tantas cosas, excepto cuando se calienta en los duelos deportivos o con los excesos veraniegos en las costas españolas.

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Una vez más, debemos acudir a la historia para explicar fenómenos tan complejos y hasta contraproducentes. Quienes hayan sido testigos hace apenas tres meses de los fastos del Jubileo de Platino de Isabel II con motivo de sus setenta años en el trono, se habrán hecho una idea del fervor monárquico y de las simpatías que despertaba su regia figura. En 1649 Carlos I acabó descabezado en el patíbulo en medio de una algarada de enfebrecidos clamores; los mismos que saludaron unos años más tarde el regreso del sucesor, Carlos II, tras su forzoso exilio en Francia. Con él dio comienzo la llamada Restauración, cuyas manifestaciones alcanzaron todos los ámbitos de la sociedad, de modo muy especial en lo que al avance de las ciencias y las letras se refiere. La Restauración monárquica puso fin al protectorado republicano de Cromwell, caracterizado, entre otras cosas, por el más rancio puritanismo, la represión de todo tipo de espectáculos, el cierre de los teatros y, desde el punto de vista militar, por las continuas masacres perpetradas en Irlanda y en Escocia. Ahora, tres siglos y medio después, Isabel II fue a morir en Escocia, en una suerte de simbólica reconciliación que puede interpretarse como homenaje a una tierra que, paradójicamente, pugna por separarse de la Unión mediante un nuevo referéndum. Sin embargo, la primera ministra de Escocia se apresuró a trasladar el pésame a la familia real británica. ¿Se imaginan a los independentistas catalanes haciendo lo mismo en España ante una situación similar? Cuestión de respeto y dignidad, algo de lo que, obviamente, nuestros arriscados separatistas carecen.

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