El jubiloso encuentro de la Virgen de la Alegría con el Cristo Resucitado, ¡aleluya!, en coincidencia con el mismo estallido de la vida con el ... que la primavera nos arranca también de la muerte, inflan el corazón de optimismo y seguridad. Poco importa el resto, si hubo Uno que venció a esa misma muerte para nuestra salvación.

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El testimonio público de los cientos y cientos de cofrades que hemos visto desfilar estos días pasados, en un sinfín de procesiones que por momentos requerían alguna suerte de semáforo que organizase el tupido tráfico de fervores y devociones, nos infunde sana esperanza y una buena dosis de certidumbre en verdades a toda hora discutibles y discutidas.

Y volvemos a caminar por la vida con paso firme y sereno, como costaleros de la cotidianidad, al ritmo que marcan los tambores de las responsabilidades y con un sentimiento de paz y de sentido de la existencia.

En mi caso se suma, además, la sensación de sorpresa y cierta extrañeza. No puedo evitar observar que nadie se atreva contra la Semana Santa. Mientras se cuestionan atronadoramente otras evidencias periféricas, cuando la Fe sale a la calle e inunda con sus emocionadas manifestaciones aceras y plazas, exhibiendo sin pudor la médula espinal de esa verdad que tanto molesta, hasta las más desaforadas voces callan para escuchar la saeta. Y es muy de agradecer.

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Tanto el respeto a la inclinación religiosa de cada uno como a las tradiciones que a lo lago de los siglos han ido conformando la identidad colectiva de un pueblo, para nada incompatibles con su evolución y su progreso. Naturalmente hay excepciones, como cabe esperar, y humoristas que se mofan de la Virgen del Rocío desde un plano de supuesta superioridad cultural, pero su minoría es tan aplastante que no sirve sino para certificar mi observación: contra la Semana Santa nadie se atreve.

Seguramente a causa de mi poca fe, sin embargo, ni siquiera en Lunes de Pascua me abandona el pensamiento crítico y la percepción de ciertas contradicciones.

Mientras las cofradías parecen multiplicarse, se prodigan los penitentes y proliferan los nazarenos, sumando brillo a las celebraciones y haciendo bullir la Semana Santa con su pulular de túnicas y capuces, avanza en España la falta de sacerdotes, que es a la vida de la Fe como la plaga a los cultivos.

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Según los últimos datos de la Conferencia Episcopal, en el curso 2021-2022 había 1.028 seminaristas mayores, la cifra más baja registrada en los últimos 19 años y que confirma que no hay ya relevo generacional.

La populosa Semana Santa en la calle contrasta con el erial de vocaciones y en los púlpitos escucho crecer los acentos latinoamericanos, que vienen a devolvernos ahora seguramente las semillas que los evangelizadores españoles sembraron en su día allende los mares. Quizá Dios, en su sabiduría infinita, esté teniendo en cuenta que no hacen falta tantos obreros porque cada día es menos la mies de Lucas 10.

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Leo que el censo electoral de Castilla y León para las próximas elecciones municipales, por ejemplo, ha disminuido en cuarenta mil votantes respecto al de las elecciones de 2019. Hago los cálculos más básicos y me encuentro con que en sólo una legislatura hemos perdido en la región el equivalente a toda la ciudad de Soria. Se dice pronto.

Y me pregunto cuántas legislaturas nos quedan antes de que los pasos de Semana Santa, los Cristos yacentes, los cirios y los estandartes dejen de avanzar por las calles, no a causa de los ataques externos a la fe, sino por esa misma despoblación que ha ido dejando abandonados pueblos ya dolorosamente vacíos y olvidados. Y no es que pregunta tan funesta pueda apagar la luz del Resucitado.

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Los cofrades que he visto desfilar todavía en los brazos de sus madres me llevan a pensar que las procesiones tienen futuro. Pero es buen momento para recordar que si de algo hemos de ocuparnos, en esta vuelta al día a día, tras los fastos de la Semana Santa, es de devolver la vida a una región que ha soportado en silencio la pasión y casi la muerte, y que pide a gritos una resurrección.

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