Recientemente hice una visita, no exenta de nostalgia, a un monasterio de monjas cistercienses, monumento cuyas memorias me retrotraen a mi primera época de estudiante ... en Salamanca, cuando para la asignatura de Historia del Arte se nos exigía un trabajo sobre un motivo escultórico, pictórico o arquitectónico a elegir.
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La presentación de dicho trabajo era requisito para aprobar la materia. Y a ello me puse con la ilusión de esos primeros lances académicos propios del estudiante ilusionado en sus inicios universitarios salmanticenses.
Ni remotamente intuyo la razón por la que opté por el tal monasterio, que no solo no me quedaba a mano, sino que me obligaba a depender de medios de transporte públicos o privados para poder acercarme al lugar cada vez que quería tomar nuevas fotos de sus detalles artísticos. Allí, la responsable de la comunidad me ofreció todas las facilidades a pesar de mi aspecto de mozalbete más bien desastrado, como correspondía a un estudiante que se considerara progre y contestatario en aquella época convulsa de los setenta del pasado siglo.
Me documenté acerca de las ocho centurias de historia del monasterio y de sus relaciones con otros cistercienses fundados en distintos lugares a lo largo del siglo XII.
Las monjas me mostraron con amabilidad suma todas aquellas partes que un varón podía visitar, como el cabecero exterior de la girola donde se aprecian rasgos de la transición del románico al gótico, incluso el cementerio de la comunidad -“nada trajimos, nada llevaremos”-. Admiré la puerta de acceso al templo y la nave central en forma de hemiciclo, sus ojivas y capiteles, los ábsides, capillas y hasta la sala capitular con su espléndida arquería de acceso. La comunidad era relativamente numerosa en aquella época y allí se respiraba espiritualidad, silencio y serenidad por doquier.
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Ahora, cincuenta años más tarde y aprovechando un viaje sobrevenido, decidí desviarme unos kilómetros para visitar de nuevo el recinto. La monja que me recibió no se dejó impresionar por mi vieja historia, harta, supongo, de visitantes en plena época veraniega. Unos, atraídos por la curiosidad; otros por los afamados dulces artesanalmente elaborados con manos de santa. Solo pude recorrer la capilla central y contemplarla al detalle gracias a una acertada iluminación que requería introducir una moneda de euro en el cajetín ad hoc.
Me dijo mi interlocutora que en la comunidad había poco más de una docena de monjas, pero pronto llegarían cuatro novicias. En ese renuevo generacional procedente de lejanas tierras tenían puestas las esperanzas de continuidad. Abandoné el lugar con un regusto agridulce y un atisbo de melancólica añoranza. Yo no era el mismo jovenzuelo de antaño, pero me alegré de que el monasterio tuviera asegurado su futuro.
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