TOMÉMOSLO como fábula, y no como evidencia científica. Cuenta la leyenda que si una rana es arrojada a un recipiente con agua hirviendo, saltaría de forma inmediata. Sin embargo, si esa rana estaba ya en el recipiente y de manera progresiva va aumentando la temperatura ... del agua, fallecería sin haber buscado escapatoria alguna. Al no advertir peligro, moriría por no percibir que venía cociéndose, poco a poco, desde hacía rato. Esta columna no entra a dilucidar la termorregulación de los anfibios ni cosa parecida. Quedémonos tan solo con la analogía, y veamos si es posible alguna extrapolación a nuestro estanque político.
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Releo ‘Cómo mueren las democracias’, aquel libro de dos profesores de Harvard: Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Algunos capítulos me hacen recordar el síndrome de la rana hervida. Los autores subrayan que los golpes militares y los estallidos revolucionarios no son, en nuestro tiempo, los únicos enemigos de la democracia. En la erosión del ejercicio democrático hay caminos más sutiles y de mayor enmascaramiento, y precisamente por eso acaban siendo tan corrosivos: “el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales” evidenciaría esa deriva.
Levitsky y Ziblatt establecen cuatro indicadores de comportamiento autoritario: 1. Rechazo (o débil aceptación) de las reglas del juego democrático; 2. Negación de la legitimidad de los adversarios políticos; 3. Tolerancia hacia (o fomento de) la violencia; y 4. Predisposición a restringir libertades civiles a opositores y medios de comunicación. Por desgracia, los cuatro puntos encuentran presencia en la actual política española. Y no es que haya que buscar en grupúsculos marginales que se expresan en la puerta de los lavabos de tal o cual cafetería. Encontramos ejemplos en fuerzas políticas con notable representación parlamentaria, e incluso con presencia e influencia en Gobiernos autonómicos y Gobierno de España.
Empleando su habitual lenguaje-soniquete, los hay que ven “progres” y “fascistas” por encima de sus posibilidades... y por debajo de sus desatinos, claro. Esos hunos y esos hotros (si evocamos aquella hache unamuniana) nunca tuvieron gran apego constitucional, a pesar de que a veces incurran en disimulos y escorzos oportunistas. Y luego están los que dicen no ser como los hanteriores, pero que irán de su mano en cuanto se tercie, e incluso tratarán de imitarles, si intuyen que eso les reporta algún rédito electoral. Estos hunos que dicen no ser hunos y estos hotros que dicen no ser hotros se presentan como grandes defensores de la Constitución, pero tampoco muestran empacho en pisotear su espíritu. Entre ellos no son capaces de llegar a ningún acuerdo de Estado, pero sí acostumbran a acordar, con chusquedad y alevosía, el reparto partidista de contrapoderes institucionales.
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Con estos mimbres, ¿hemos empezado a percibir que el agua está algo más que templada?
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