Andan las grúas estos días arrancándonos de nuestras raíces algunos de los últimos quioscos que quedaban en pie a estas alturas de la película, orgullosos ... supervivientes de una entrañable especie, que aún se atrevía a plantarle cara desde la acera al transcurso del tiempo, a la vorágine del progreso, a las ofertas de internet o a los poderosos mandobles de las grandes superficies. El quiosco del paseo Canalejas, el del paseo de la Estación o el mío, en la plaza del Oeste, son los últimos guerreros caídos en batalla, que entregan las armas y sus garitas. Los vemos en volandas camino del cementerio, aún con el quiosquero dentro, como un fantasma que grita sin que nadie le escuche, igual que López Vázquez en La Cabina, aquel claustrofóbico corto de Mercero.

Publicidad

Es ley de vida, claro, como también le acompaña su inevitable ataque de nostalgia para quienes crecimos considerando que en esos pequeños templetes urbanos de dos metros cuadrados se almacenaron algunos de los más fantásticos tesoros que recuerda nuestra infancia. Aquellos pequeños presentes al alcance de la paga semanal, nos hicieron más soportable el tedio de los cuadernos repletos de deberes y los libros de texto que nos cortaban las alas al salir del colegio.

Allí estaban todos los cromos que nos faltaban para completar el álbum de aquella temporada: Santillana y Pirri, D´Alessando y Rezza, Leivinha y Pereira, Cruyff y Asensi. Allí también cabían, por increíble que pareciera El Capitán Trueno con su prometida Sigrid, Crispín y hasta Goliath, todos ellos esperándonos junto al Jabato o El Corsario de Hierro para servirnos una aventura completa a todo color al precio de sesenta pesetas. Allí también apareció un poco más tarde la revista SuperPop mezclando sin complejos a Dylan con Umberto Tozzi o a los Bee Gees con Travolta. Y El Gran Musical, con Serrat, Elton John, Manzanita, o Lennon antes de recibir sus disparos. También la correspondiente dosis de azúcar: el chupachups embarazado de chicle, el regaliz, o la gominola, como más tarde también apareció alguna novela del oeste, una teta de Victoria Vera o Marisol, o los propios periódicos, que de pronto se instalaron en nuestras vidas, para vernos crecer informándonos de todo lo que pasaba lejos de aquellos quioscos, incluida esta inapelable enfermedad que hoy se los lleva por delante.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad