Pensábamos que la pandemia del coronavirus iba a cambiar el mundo tal y como lo conocíamos y, sin embargo, están siendo las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania las que nos van a llevar a vivir escenas que creíamos olvidadas.

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Aunque no tanto.

El ... más que probable corte del gas ruso a Europa ha puesto a todos los países de nuestro entorno en máxima alerta. Tenemos que reducir el consumo energético como sea. Es evidente. Pero no hay miedo. Si recuerdan, hace apenas dos cursos, nuestros hijos han estudiado con las ventanas abiertas durante todo el invierno para evitar contagios. Enfundados en sus abrigos y frotándose las manos entre clase y clase, sacaron las mismas notas que antes. El que era estudioso, buenas; el vaguete, malas. Por lo tanto, los chavales ya saben lo que es estudiar sin calefacción durante las horas lectivas. Al menos, algo habrán ganado cuando les digan que el aula no puede sobrepasar los 19 grados. Si no es necesario abrir las ventanas, no habrá peligrosas corrientes con las que llevarse una pulmonía a casa.

En el lado contrario, también hemos tenido un ejemplo muy cercano. Durante varias semanas de julio, el centro de salud Miguel Armijo ha vivido sin aire acondicionado. Los pacientes y los sanitarios han denunciado que las temperaturas no habían bajado de los 35 grados y que incluso en una consulta se llegaron a alcanzar los 41,8. Y que sepamos ninguno de los 2.124 fallecimientos atribuibles al calor durante este mes en España han sido por acudir al centro de salud de la calle Arapiles. Es decir, que si imaginamos que a todos los centros de salud de nuestro país se les ha estropeado a la vez el aire acondicionado nos podríamos convertir, gracias a nuestro tercermundismo, en la nación europea adalid del ahorro energético.

Bromas aparte, el Gobierno ha anunciado en plena operación salida-retorno una serie de medidas que nos van a cambiar la vida. Y las que se avecinan al llegar a septiembre van a ser más duras todavía. Ya se oye comentar que a las ya conocidas, como no superar los 19 grados en la calefacción y no bajar de los 27 en el aire acondicionado, se sumará por ejemplo una rebaja de la velocidad en las carreteras. Si ya de por sí hay que circular despacio en una autovía, imagínense si tenemos que levantar todavía más el pie del acelerador.

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Como ven, como nos tiene acostumbrados nuestro Gobierno -hagan memoria de su gestión de la pandemia-, los esfuerzos los tenemos que hacer los ciudadanos. Decía ayer el vicesecretario de Economía del PP, Juan Bravo, que mientras en Alemania, por ejemplo, reactivan sus centrales térmicas y en Francia construyen nuevas nucleares, el plan de nuestro presidente es quitarse la corbata o regular el termostato de los centros comerciales. Y no le faltaba razón.

Debe ser que Pedro Sánchez no visita muchas empresas en verano. Y tampoco en invierno. El uso de la corbata está cada vez más trasnochado, sobre todo, en los meses estivales. Y si piensa que con esa ridícula medida, que él mismo puso en práctica para despedir el curso, va a resolver el problema que ha creado enfadando a Argelia -nuestro principal proveedor de gas hasta el año pasado- con su nueva y unilateral política sobre el Sáhara Occidental, va orientado.

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Tengo que confesarles que cada vez que veo en televisión a este hombre me produce una “caló” insoportable. Así que imaginen a dónde fui nada más verle el pasado viernes tras escuchar su rendición de cuentas con su sonrisa Profidén, su camisa blanca perfectamente planchada y desabotonada y su impoluto traje azul. A la nevera, lógicamente. Eso sí, no hizo falta que la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, me lo recordara. A pesar del aturdimiento que me produjo su jefe, pensé bien qué quería coger del frigorífico antes de abrirlo -una cervecita, por supuesto- y lo cerré rápidamente. Que hay que ahorrar.

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