Cuando ustedes lean esta columna ya habrá pasado el debate a cuatro de la televisión pública y estará a punto de producirse el de la ... privada. Los candidatos de los cuatro partidos fundamentales habrán pasado el primer examen de cuatro —que no cuarto— y reválida, en el que habrán tenido que ofrecer los puntos decisivos de su programa que más atractivos puedan resultar a ese ya mítico 41 por ciento de votantes indecisos que, en teoría, decidirá lo que vaya a suceder en las urnas.
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El mismo al que volverán a contarle casi lo mismo en el debate de hoy. Todo esto, ya lo saben, tiene que ver con unas elecciones generales que se derivan del mal hacer de los políticos. De una moción de censura casi obligatoria tras una mancha de corrupción extendida como el aceite y el empecinamiento de un presidente en no dimitir —seguramente porque pensaba que tal moción jamás saldría adelante—, y de una falta de entendimiento entre los grupos parlamentarios imprescindible para legislar y dirigir los destinos de un país. Tras una campaña desagradable y sucia, a pocos días ya del día D, los españoles, cansados, asumimos que nos toca cumplir con nuestro deber de votar, sí, pero quien más y quien menos va a las urnas cansado y hasta aburrido de que los políticos no cumplan con el suyo. Porque el suyo y me harto de decirlo y escribirlo es, antes que cualquier otro, ponerse de acuerdo. Saber que gane quien gane, gobierna para todos. Y que el que pierda, también tiene voz, porque representa a otra parte de la población que tiene los mismos derechos aunque su criterio sea otro. Es posible que ustedes, hoy, ya tengan decidido su voto. O no. Puede que lo decidan tras el siguiente debate. O de camino a las urnas.
Habrá quien se escandalice pero, francamente, ¿acaso es mejor tatuarse las siglas de un partido en la cabeza y votarlo diga lo que diga o haga lo que haga? Lo mejor de las democracias —el menos malo de los sistemas políticos según Aristóteles— es que permiten que el ciudadano cambie de criterio y que se equivoque. Es cierto que sus errores le pueden salir caros, pero también que no conllevarán su sola condena: también aquellos a quienes votaron y les defraudaron que, en las siguiente elecciones, ya no podrán contar con su beneplácito. Dicho lo dicho, entiendo votar y no hacerlo. Sobre todo porque somos legión los que creemos que este sistema merece un repaso. Pero yo, en esta ocasión quiero votar, aunque me cueste más que ninguna otra —aún no estoy convencida de a quién votaré—, porque ya que los políticos son incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos, espero que los ciudadanos, entre nosotros, consigamos hacerlo, reivindicando, con nuestra papeleta, aunque sea de mala gana, lo que queremos.
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