Las fotos, la verdad, tenían muy buena pinta. Pero con estas cosas nunca se sabe. Experiencia tenemos en lugares que parecen una cosa pero que ... luego son otra muy distinta. Los engaños de la publicidad. Pero no, aquí todo era espléndido realmente. Mejor de lo esperado.

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Tenía entrada por una placita recoleta, verdaderamente encantadora. La forma era un tanto alargada, un poco efecto pasillo. Pero eso no es nada que no pueda solucionarse con una buena distribución nos guiñó el ojo la agente inmobiliaria.

Las vistas eran inmejorables. Hacia un lado una equilibrada fachada renacentista, oro, orden y sosiego. Hacia la mitad, el espacio se ensanchaba un poco. Aquí incluso cabe una fuentecita. Sombra no hay, pero todo es ponerse. Y desde ahí, todo era absolutamente cautivador. Las conchas y sus sombras funcionando como un reloj de tiempo, el prodigio de las torres de la Clerecía a un lado y al frente la seducción absoluta de la torre de campanas.

—Nos gusta mucho. ¡Nos la quedamos!

—Ya les dije que tiene muchas posibilidades, pero hay una complicación que tendrán que resolver —nos advirtió—. Los salmantinos... quizá tengan que echarlos.

—No hay problema —comentamos, ilusionados con la compra—. Los iremos arrinconando y al final ellos solos se acabarán por ir.

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Ojalá fuera tan sencillo como rastrear una conversación de este tipo en la hemeroteca para saber en qué momento y en nombre de quién o de qué la ciudad empezó a perder uno de sus espacios más absolutamente arrebatadores, la calle de la Rúa, y se empezó a convertir en un lugar incómodo, en el que, esquivando sillas, mesas, cartelones, quitavientos, mamparas, ruedas, jardineras es imposible pasear de la mano con alguien, o casi ni siquiera mantener una conversación. Así hasta acabar pasando, como en el himno sabinero, junto a Salinas como pasa un forastero.

El debate nunca es tan sencillo como terrazas sí o no: si es sí, traga con todas las que entren, de pared a pared (crean empleo, atienden al turista, dan vida a las calles); y si es no, mala suerte (ciudad triste, sin alternativa, perdiendo dinero con cada grupo que otea y no tiene dónde sentarse) y no se te ocurra sentarte a ti en ninguna.

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La reflexión debe abordar más bien la cantidad razonable. Lo complicado es encontrar ese número áureo que compatibilice un uso ciudadano del espacio, para lo que ha sido fundamentalmente concebido, con un legítimo aprovechamiento económico. Habrá casos de hilar fino y muchas maneras de ver el problema (o de no verlo), pero no parece sensato aceptar pasar por la Rúa en fila india o casos aún peores como tener que bajarse a la calzada, con tráfico, porque por la acera es imposible caminar.

¿Cuánto valen unos jardines como los que rodean la estatua de Unamuno? ¿Cuánto vale el entorno de San Julián? ¿Cuánto les parece que vale una calle como la Rúa? ¿Y la Plaza?

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