Me cambio de despacho y, al abrir las cajas de la mudanza, empiezan a saltarme los recuerdos a la yugular. Como jaguares. Sin compasión. Algunos ... se quedan en caricia, cual si los grandes gatos hubieran guardado sus uñas mortales y solo pretendieran jugar. Otros, en cambio, hieren tan adentro tras el zarpazo, que no sale la sangre estancada en el alma. Hay un momento de la vida en el que los recuerdos son tantos que son capaces de eclipsar el presente. “El futuro nos tortura, el pasado nos encadena, he ahí por qué no sabemos vivir el presente”. Decía Flaubert. Y yo me he sentido tantas veces encadenada por el pasado y tan torturada por el futuro como para darle la razón al escritor francés. Ahora que cada vez tengo más pasado y menos futuro, que tras medio siglo largo de vida sé que el otro lado es más corto que el vivido, intento que no me de miedo seguir viviendo, y que no se me escapen los instantes. Menos aún después de un año acosada —como todos— por una pandemia que intentó robarme —y lo consiguió— muchas de las mejores compañías. En el alfeizar de la ventana del 2021, aún sabiendo que todavía quedan meses por superar y que en ellos la vida no será normal, reviso mi vida a través mil objetos que me recuerdan lo que viví. Así revoloteo en torno a fotos sueltas, álbumes de viajes, una colección de gatos, notas amarillentas, cuadernos repletos de secretos, posavasos cuajados de poemas en el reverso, el certificado de las notas de la carrera, los horarios del primer año, las papeletas que hoy ya no existirán, los recibos de las clases de inglés, pagadas con tanto esfuerzo, las postales recibidas desde mil y un lugares, los papelitos amarillos donde me describieron como prioridad, la firma matrimonial, las ecografías de los embarazos de los niños, algunas pruebas médicas que un día me dieron miedo, los justificantes de abandono que me rompieron por la mitad, bolas de nieve que dibujan escenarios insólitos y hasta cartas manuscritas de amistad y de amor, que me acompañan siempre como guardianes del palacio de mis sentimientos. Lo de menos hoy son los libros, que ya se fueron colocando en las repisas de la estantería en días previos a este, mientras otros, como ellos pero distintos, acabaron desterrados a un sótano oscuro, o incluso a otras bibliotecas donde seguro que encontraron su sitio. Lo de más hoy son las emociones que afloran, entre lágrimas y sonrisas con cada uno de esos retazos de memoria contenidos en las cosas que las representan sin querer, sin saber, sin que yo misma supiera que un día tendrían tanta importancia o valor. No quiero los objetos. Solo quiero los afectos. Podría tirar todo esto que me anima o me daña, que dibuja lo mejor y hasta lo peor de mi vida y me quedaría el amor y el desamor. Lo claro y lo oscuro. El ying y el yang de todo lo vivido y lo que me queda por vivir. Y ni fue, ni será todo bueno pero, como dicen los argentinos: “¿Sabés para qué sirve el frío? ¡Para saber lo lindo que es el calor!
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