Parece ser que les debemos a los fenicios –esos a los que tanto hemos denostado por avaros y cicateros— dos de nuestros productos más identificativos: ... el vino y el cerdo, no sé si por ese orden. Creo que también el garbanzo es fenicio y las lentejas netamente ibéricas, pero esa es otra historia. Hablemos del cerdo, esa deleitosa fuente de cárnicos placeres, ese blasonado animal totémico de nuestra patria y de otras adyacentes, ese puerco bizarro de andares garbosos y zaragateros, alabado ya por Estrabón y estudiadas sus partes por el severo Catón. Hablemos de la galanura de ese cerdo mitológico que tantos bienes nos ha regalado sin pedir nada a cambio. Lo de mitológico no es hipérbole. Sabemos que una cerda nutrió a Zeus; y Zeus no era un dios cualquiera.
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Los romanos de la Magna Grecia (hoy Sicilia) apreciaban sobremanera los lechones, los embutidos a base de sangre y hasta determinados despojos como las tetas y la lengua. Y puestos a guarradas, hay constancia de un cocinero que en De re coquinaria instruía acerca de la manera de preparar cortezas, morro, rabo y hasta las vulvas de la cerda machorra. Casi nada. Con todo, el gorrino ha sido tratado muy injustamente a lo largo de los siglos: ensalzado unas veces, denostado, vejado e incluso demonizado otras.
Hoy día, en un mundo decadente y hedonista, el cerdo ocupa un lugar preferente debido a los múltiples placeres que proporciona. Sin ir más lejos y sin entrar en las sublimes delicias de los productos de nuestro Guijuelo, ¿quién se resiste al corruscante torrezno entreverado o a un jamón añejo y bien curado? En otras geografías patrias también el humilde cerdo atesora dilatadas trayectorias. Por ejemplo, el porco celta de gran tamaño y orejas largas y caídas que hocica en libertad por soutos y castiñeiros de Lugo y de las otras provincias gallegas. Y su primo carnal (nunca mejor dicho) el blanquinegro, brazalbo gochu asturcelta, imprescindible en los buenos compangos, alimentado de plantas aromáticas, castañas y bellotas del sotobosque asturiano. O el cerdo chato murciano, de tez morena, fundamental para la dieta de los huertanos durante siglos.
Durante el estado de alarma preocupó la baja demanda porque la hostelería estuvo cerrada al mercado del cochinillo. Por fortuna, no llegamos al punto de verlos correteando por las calles cual cervatillos o jabatos rebuscando alimento entre los residuos urbanos. Hubiera sido muy triste. Y un auténtico desperdicio.
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En resumen, el cerdo es un animal luminoso, de texturas jugosas, dotado de un cierto punto de escepticismo en la vida, algo filósofo, acaso porque, al igual que el ser humano, sabe que ha nacido para la muerte. En nuestro privilegiado entorno agropecuario salmantino el cerdo sigue siendo el rey, y muchos de nosotros sus más rendidos vasallos.
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