CAMINO por la calle con la mascarilla puesta en el antebrazo casi a modo de brazalete de capitán de un equipo de cafeterías. Mientras recorro la distancia que me separa del bar en el que he quedado con unos amigos, hago el cálculo mental del ... porcentaje de personas que todavía lleva el tapabocas puesto en exteriores. No es científico pero me sale un setenta y pico por ciento largo. Al llegar a la puerta del garito me cuelgo a las orejas el apósito de color azul clarito antes de entrar. Y en cuanto traspaso el umbral y veo a los colegas sentados en una mesa del establecimiento, me acerco y me mimetizo con ellos quitándome el molesto protector para charlar tranquilamente.

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Esta absurda escena la habrán vivido más de uno de ustedes cualquier día de estos. Y no les digo nada si se han animado a entrar en un pub de madrugada atestado de jóvenes. La obligatoriedad de llevar mascarilla mientras no se consume una bebida brilla por su ausencia. Claro, que nadie vigila el cumplimiento de esta norma desde hace meses, si es que alguna vez se controló.

Y es que me temo que las autoridades sanitarias y no sanitarias dieron por concluida la pandemia hace ya mucho tiempo. Pero todavía tienen que demostrar al ciudadano que siguen haciendo cosas, dictando leyes, redactando preceptos, elaborando disposiciones, implantando reglamentos, marcando pautas. Así, vivimos inmersos en una antología del disparate de la que nos va a resultar difícil salir.

Porque todavía encontramos pegatinas en asientos de salas de espera para que el personal no se siente cerca, mientras en los medios de transporte público se puede viajar hombro con hombro sin problema. Todavía hay ‘seguratas’ que te indican en la puerta de determinados establecimientos que embadurnes tus manos en gel hidroalcohólico, cuando se sabe que esta medida no sirve de gran cosa. Todavía hay una persona en la puerta de los centros de salud que te pregunta a dónde vas. Tú le respondes, con toda la lógica del mundo, que a la consulta del médico, y te deja pasar. ¿Cometido de este guardián? Desconocido. Son esas incomprensibles cosas que se hacen por el covid desde que comenzó la pandemia.

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La última ocurrencia comenzó ayer a ponerse en práctica. Los contagiados asintomáticos o con síntomas leves ya no deberán guardar cuarentena. Y yo me pregunto: Si no tengo ningún síntoma, ¿cómo voy a saber si estoy contagiado? Les recuerdo que ese precisamente era uno de los principales problemas para atajar la expansión de la enfermedad: descubrir a los asintomáticos. Y si presento una ligera tos o me duele un poco la cabeza y -como también acaban de establecer- ya no me van a hacer una prueba diagnóstica, ¿cómo sabré si he desarrollado la dolencia? Pues da igual, porque a partir de ahora un enfermo de coronavirus ya no contagia. Tan solo debe hacer una vida normal dentro de sus posibilidades y simplemente reducir sus relaciones sociales, sobre todo, con personas vulnerables.

No nos engañemos. Esta relajación de las medidas es una forma de dar por finalizada la pandemia a la espera de que el gran Pedro Sánchez decida el momento políticamente adecuado de anunciar el fin del uso de la mascarilla en interiores. Necesita como el comer un golpe de efecto. Sabe que ha perdido el pulso de la calle y que su gesto en la cumbre europea no ha sido suficiente para recuperar el crédito perdido en el último mes.

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Ya lo dijo Isabel Díaz Ayuso el pasado mes de septiembre mientras recibía el premio ‘Llama de la Libertad’ del Instituto Bruno Leoni en Milán: ‘¡Cuántas normas absurdas y daño gratuito han causado las decisiones basadas en el miedo de algunos políticos durante la pandemia! Y no le faltaba razón. Nos siguen volviendo locos. El problema es que el españolito medio ya tiene menos aguante que el reciente ‘premio Donostia’ Will Smith.

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