El culebrón de AstraZeneca tenía toda la pinta de acabar como acabó el de las mascarillas cuando estalló la pandemia, a principios del año pasado, ... que nos aseguraron que los tapabocas, que ya nos habíamos acostumbrado a ver en la población china, no servían para protegernos contra el coronavirus.

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Con el suero anglo-sueco debe de estar ocurriendo algo similar. No hay para inmunizar a todos los que ya han recibido la primera dosis -en Salamanca unos 37.500, de los que aproximadamente 10.500 son colectivos esenciales menores de 60 años y el resto, mayores de esa edad, que fue la enésima recomendación de las autoridades sanitarias después de cambiar varias veces las pautas-.

Con las mascarillas pasó lo mismo. No es que no fueran eficaces -¡Cómo se burlaron de nuestro miedo!-, sino que no había. Nos podían haber dicho que nos fabricáramos alguna casera, pero el desvergonzado doctor Simón, sumiso a su patrón Sánchez, nos dijo con total desfachatez que no las aconsejaba porque no se había demostrado la eficacia y nos daban una falsa seguridad. Lo suyo sí que era falsedad.

Con las segundas dosis de la vacuna anglo-sueca el Gobierno no ha parado de enredar todo lo que ha podido: ha encargado un ensayo al Instituto Carlos III, cuestionado por una buena parte de la comunidad científica por el escaso número de personas que han participado, después lo han sometido a una comisión de Salud Pública, a continuación se debatió en una Comisión Interterritorial, donde ya las comunidades, fundamentalmente las gobernadas por el PP, plantaron cara a la ministra Darias que está haciendo bueno a Illa, el descalabrado ministro-candidato catalán. La decisión estaba tomada desde el minuto cero, solo hacía falta ganar tiempo enredando en informes y comisiones de escasa eficacia.

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El Gobierno sanchista lo que está haciendo con los sufridores ciudadanos inoculados con AstraZeneca es lo que ha hecho siempre: mentir y la consecuencia del engaño ha influido en la desconfianza hacia una marca que no tiene, de momento, ni más ni menos efectos adversos que los de millones de medicamentos que habitualmente consumimos. Al menos esos son los datos que se conocen de otros países que, como Inglaterra, ha puesto varios cientos de miles de dosis de ese laboratorio.

Todo el paripé al que hemos asistido y que ha retrasado la inmunización de colectivos esenciales tenía el final escrito: recomendaban inyectar la segunda dosis con Pfizer sin escuchar a ninguna de las sociedades científicas, que se han opuesto desde el principio a mezclar sueros.

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El problema real era que no hay vacunas para todos los que ya tienen una primera dosis con la marca anglo-sueca, pero la estrategia del Gobierno tendría que haber cambiado y nos podrían haber dicho la verdad desde el primer momento, para no elucubrar con un tema tan sensible.

Ayer Simón, con esa cara que parece disimular la desfachatez, nos fue preparando el camino para volver a hacernos lo mismo que con las mascarillas.

“Si hay un número muy importante de menores de 60 años que quieran la segunda dosis de AstraZeneca habría que valorar que los mayores de ese rango se vacunen con Pfizer”, dijo el lunes el doctor mascarillas.

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Si comunidades como Galicia, Madrid y Andalucía no se plantan y amenazan la semana pasada con empezar a inocular con AstraZeneca a los trabajadores esenciales, hoy todavía estamos discutiendo si son galgos o podencos. Se le atribuye a Winston Churchill o al conde de Romanones una famosa cita que puede definir a la perfección lo que está haciendo el Gobierno con los vacunados con la primera dosis de AstraZeneca: “Si quieres retrasar, o distraer, la solución de un asunto crea una comisión”.

A este Gobierno también se le podría aplicar la máxima de no tomar ninguna decisión para no tener ningún problema. Al fin y al cabo, es lo que lleva haciendo Pedro Sánchez desde que empezó esta pandemia. Ni ejecuta ni coordina. Él está para otra cosa.

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