Pensaron que tenían enfrente a España. A esa España desordenada y caótica en ocasiones. Ese país dividido en reinos de taifas donde algunos hacen lo ... que les da la gana. Ese café para todos que parecía tener un pozo sin fondo a la hora de regalar competencias y engordar a la periferia mientras se debilitaba el bendito centralismo. Pensaron que esa España débil era la única barrera que sortear. Una tostada de pan de molde fácil de mordisquear por cualquier lado. Pero España no estaba enfrente. Lo estaba el Estado y el peso de la ley. Esa que a veces flojea en los asuntos del día a día, pero que es infranqueable cuando alguien socava los principios básicos. Las normas fundamentales de convivencia. Estoy totalmente seguro que ni Junqueras, ni Romeva, ni Forn ni el resto de golpistas (así es como hay que denominarlos por mucho que a algunos se les revuelvan las tripas) se imaginaban que podían pasar una buena parte del resto de sus vidas entre rejas. Viendo sus caras de poema el día de la declaración de independencia algunos ya tenían claro que se metían en un lío serio. Pero ellos seguían pensando que no podían acabar en prisión por “cumplir con la voluntad del pueblo”. No habían matado a nadie. Su nivel de contaminación mental, esa misma que ha lavado la cabeza a miles de catalanes, no les dejaba ver su negro horizonte. El que van a tener que asumir sí o sí. El de una condena ejemplar por haber tenido la osadía de atacar nuestra convivencia e intentar modificar el modelo de Estado de manera unilateral y sin contar con el resto de españoles que tenemos voz y y voto en todo esto.

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Escuchando a Oriol Junqueras durante su declaración en el juicio al golpismo catalán, creo firmemente que no se imaginaba esto. Da igual que tenga una dilatada carrera política y además sea historiador. La burbuja en la que vive es la misma que envuelve a esa parte enferma del pueblo catalán. Esos autómatas sin personalidad ni espíritu crítico que durante años se han tragado la gran mentira independentista. La que les daba una especie de poder supremo para poder decidir su futuro. El líder republicano siguió en sus trece en su discurso político ante el juez. Ni un síntoma de arrepentimiento. Y lo que es peor, sin la conciencia de que sus actos son de una gravedad enorme. Afortunadamente no se produjeron víctimas mortales, pero, de haberse producido, los únicos responsables eran ellos. Los que avivaron tanto el fuego que lograron que algunos descerebrados estuvieran dispuestos a dar su vida por la pútrida república catalana.

He leído estos días a analistas políticos asegurar que sienten lástima por Junqueras. Personalmente no tengo ese sentimiento. Lo que sí está claro es que su nivel de locura es tal que no le importa seguir defendiendo ideas peregrinas aunque eso le cueste la cárcel. Y todo mientras su amigo Puigdemont les ha dejado tirados como vulgares sarnosos. Tiene mérito la verdad. Hasta este punto llega la enajenación mental del soberanismo.

Otro buen ejemplo de esta historia surrealista es Torra. Muy recomendable escuchar la entrevista que le realizó Carlos Alsina en Onda Cero la pasada semana. Como diría José María García, debería ser obligatorio escucharla en las facultades de periodismo. Cierto es que el entrevistado es mucho más corto de lo que pensaba, pero aún así el periodista hizo periodismo y desmontó todas las mentiras del xenófobo y fascista presidente catalán. 45 minutos para enmarcar que te hacen reencontrarte con la profesión. Una profesión que es eso, mojarse. La objetividad, si aún existe, hay que aniquilarla. Enterrarla. El periodismo es interpretación y quien quiera lo contrario que se dedique a leer prospectos de los medicamentos. Pues bien, Torra demuestra que el diálogo con estos personajes es imposible por más que Sánchez se empeñe. Si unos solo aceptan un referéndum en el que ganen ellos y el todavía presidente del Gobierno asegura que cualquier negociación tiene que estar dentro de la Constitución, no hay nada que hacer. Afortunadamente Sánchez no es el Estado y por ese motivo podemos seguir tranquilos.

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