Sin apenas darnos cuenta, y en poco más de una década, hemos despojado a la Navidad de su auténtico significado. Y no hablo de la ... vertiente consumista que nos lleva acompañando mucho más tiempo. Me refiero a que se ha diluido casi por completo el principal motivo de celebración: el nacimiento de Jesús. Un compañero me comentaba hace unos días que un buen amigo suyo se sorprendió, durante su visita a Salamanca, de que no hubiera referencia alguna en la ciudad a semejante hecho. Ni un belén en un lugar público. Ni una de las luces que decoran las calles mostrando el portal o la imagen del niño Dios. Nada de nada. Y si esto no ocurre en Salamanca, imagínense en ciudades gobernadas por la izquierda, donde es un sacrilegio relacionar la Navidad con el catolicismo. ¡Qué paradoja! Es como si en Semana Santa fueran desapareciendo las procesiones por las calles y se sustituyeran por marchas ateas. Nos hemos vuelto locos.

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El problema es que hemos ido comprando y aceptando el discurso de los que quieren desligar esta época del año de la religión. Son fácilmente reconocibles porque emplean un “felices fiestas” para evitar decir claramente y sin tapujos “feliz Navidad”. Comprendo y respeto que un ateo pase olímpicamente de este periodo y se niegue a celebrar cualquiera de sus fechas señaladas salvo el Año Nuevo. Sin embargo, la tendencia mayoritaria es la del cinismo más delirante: no creo en Dios y desprecio todo lo que tenga que ver con Él, pero al llegar diciembre me pongo tierno. Lo siento, pero no se aceptan navidades a la carta.

Este alejamiento progresivo del misterio, hace que, por ejemplo, la iluminación de las calles y plazas comience en noviembre con la excusa de animar las ventas. En España se ha entablado una batalla para ver quién es el que la tiene más grande (en cuanto a luces se refiere). Una competición histriónica que lidera el alcalde de Vigo, Abel Caballero, con su circense espectáculo que nada tiene que ver con las pascuas. Podría plantarlas en agosto, en mayo, o en septiembre porque daría exactamente lo mismo. Podrían estar en una casa de mancebía, en un sex shop o en una tienda de recuerdos, que darían el pego perfectamente.

Los belenes también han ido despareciendo de las casas y en las ciudades quedan recluidos a las iglesias y, en el caso de Salamanca, al que colocan puntualmente cada año los militares del cuartel General Arroquia, el que está expuesto en el patio de La Salina de la Diputación y poco más. En el resto de la ciudad, bolas, campanas, estrellas, monigotes o algunas formas de difícil identificación. Recuerdo cuando era niño que mi abuelo me llevaba a disfrutar de la muestra belenística de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez o la que se exhibía en la sala de exposiciones de San Boal por parte de la desaparecida y recordada Caja Duero. Incluso la Plaza Mayor tuvo su propio nacimiento, bastante tosco por cierto, antes de que llegaran los pinos, las bolas, los regalos y las campanas multicolores.

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Me identifico más con la Navidad que se vive en pequeños pueblos con decoraciones sencillas, en ocasiones hechas con materiales de lo más básicos. Me gustó la que vi el año pasado en Sobradillo y Monleón o por la que apuesta la pequeña aldea portuguesa de Cabeça en la Serra da Estrella. Tengo envidia de Alsacia, donde la iluminación es muy tenue porque se priman más los adornos que cada vecino coloca a la puerta de sus casas. No me quiero ni imaginar si eso se hiciera en los conjuntos históricos de la Sierra de Francia o en Candelario, con luces en tonos dorados que se integraran con la arquitectura típica y con ornamentos sencillos en cada vivienda. Tendría un potencial turístico incomparable.

Al menos nos quedan los Reyes Magos, aunque también ha habido intentos por pervertirlos. Menos mal que la ilusión de un niño sigue pudiendo con todo.

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