El COVID-19 me pilló justo empezando la promoción de mi última novela, “La chica a la que no supiste amar”, donde el detective Roures ... tiene que investigar la muerte de una víctima de trata con fines de explotación sexual. Concretamente, de una mujer nigeriana prostituida que, tras sufrir un cáncer de mama y ser operada chapuceramente, es asesinada por haberse convertido en “material inservible”. Curiosamente, cuando escribí la novela quería abordar el asunto de la enfermedad en la prostitución, hacer ver al mundo que las mujeres prostituidas son iguales que cualquiera de nosotras y sienten y padecen como nosotras, además de enfermar como nosotras. Me parecía indispensable que los lectores se metieran en la piel de una de ellas y conocieran la terrible soledad que sufren cuando les toca una enfermedad como es un cáncer de mama, que para cualquiera de nosotras es una tragedia aunque la pasemos bien acompañadas y atendidas por grandes profesionales. Ellas están solas y los tumores les puede costar la vida y no precisamente por la propia enfermedad.

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Curiosamente, el hecho de que el coronavirus nos haya confinado a todos en nuestras casas ha vuelto a dar de lleno en la diana de las mujeres prostituidas, las más vulnerables, las olvidadas de la sociedad. Tales esclavas sexuales habitualmente viven en los clubes o en los pisos de los proxenetas y ni siquiera tienen acceso al sistema sanitario, no solamente por no tener papeles sino porque los proxenetas no les permiten que vayan a los centros, para evitar que se vayan de la lengua.

En tiempos de Coronavirus, de distanciamiento y contagio, sus condiciones empeoran. Están desinformadas, no saben bien lo que pasa, pero sí que tienen que apartar el miedo al contagio y seguir recibiendo a los puteros que se saltan el encierro, no ya por el miserable dinero que pueden mandar a sus familias, sino porque han de pagar las propias habitaciones de los prostíbulos y pisos donde están confinadas.

Los encargados de los burdeles les suministran los alimentos básicos (que también tienen que pagar ellas mismas con su trabajo) y, si ven que no hay suficiente clientela (ellos siempre están atentos a las nuevas formas y posibilidades de sacarle rendimiento a su negocio) a veces optan por grabarlas y ofrecerlas digitalmente. Es otro modo de explotación igual de severo y repugnante, que está a la orden del día en este mundo cada vez más regido por Internet, donde el putero que no puede “hacer”, al menos quiere “ver”. Y cuanto más sórdido sea lo que le muestran, mucho mejor...

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