Me presentaron a Bernard Minier en puerta de la iglesia de San Juan de Barbalos que mira a la plazuela. La erosión aún permite ver la inscripción que recuerda que ahí predicó San Vicente Ferrer y es una pena que no recuerde también a la figura de alguna emparedada que abandonó la vida por la soledad extrema en esta iglesia. Después de hablar de su novela, “Lucía”, del temor a que la literatura caiga en manos de la inteligencia artificial, y de que primero fue Salamanca y después el argumento de su libro, pensé, entonces, en los misterios de Salamanca en busca de autor. El posible asesinato de Unamuno lo encontró en Manuel Manchón, pero qué pasa con la mujer que se mató en la Plaza Mayor en 1838, que cita una inscripción en el arco del Toro; y con el hombre que mataron en 1792 en la calle Toro, aunque su recuerdo esté en la Plaza de Sexmeros. ¿Fue por causas naturales la muerte del Príncipe don Juan? ¿Quiénes eran los asesinos que dieron nombre a la actual calle del Silencio? Historiadores y novelistas tienen mucho que escribir aún de Salamanca, aunque si queremos emociones confiemos en los novelistas. Unos minutos antes de presentar su novela, Minier me presentó a la teniente Lucía, que la protagoniza. Era la primera vez que me veía cara a cara con un personaje de novela y pensé en Unamuno y su imprescindible “Niebla”, y en el encuentro del autor y su personaje, Augusto Pérez, repleto de reproches por el trágico desenlace que se avecina. Un trasunto “divino”, decía un profesor de Literatura de mi bachillerato. El manuscrito de la novela lo custodia Ana Chaguaceda en la Casa Museo de Unamuno y ver las fichas con la letra de don Miguel es de lo más emocionante que pueda imaginar. Bueno, pues allí tenía en Laura a la protagonista de “Lucía”, pero también a Begoña Ripoll, librera de viejo, que aparece citada en la novela o a Eduardo Fabián Caparrós, penalista salmantino, amigo del escritor y quién sabe si inspirador también de algún episodio. Un penalista como él seguro que disfruta del refinamiento criminal de Minier, al que pregunté por qué no se mata como antes, y qué ha sido de los venenos clásicos, de los dos disparos próximos y la puñalada por la espalda.

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Ha sido una semana muy apasionante entre lectores y creadores de novela negra, recorriendo los lugares salmantinos de la novela de uno de los fenómenos editoriales del género negro en estos momentos. Pero ha sido también una semana lamentable por la noticia de la muerte de Conrad Kent, al que tanto admiré, del que tanto he leído y tantos datos me dio generosamente. La última vez que nos vimos ya estaba tocado y creo que vino a despedirse de su Salamanca, pero qué sabe uno. Le dije que estaba metido en una crónica del Tormes a su paso por Salamanca y comentamos cosas de su obra sobre el perfil de Salamanca, eso que se llama sky line, que espero se haya grabado en su lápida. Murió a finales de abril, que sigue confirmando su fama de mes robado. Seguramente Kent merece también un medallón en la Plaza Mayor, una placa o un recuerdo con sangre de toro. Hay quien tiene medallón en la Plaza Mayor y no lo merece; Kent, sí, como Carmen Martín Gaite, pero esto ya me lo ha leído en otras ocasiones.

La Plaza Mayor se ha llenado de libros con la Feria Municipal, que siempre trae controversia por la ocupación de las casetas y su impacto en el turismo. Ayer estuvo Luis García Jambrina, que “mata” muy bien y tiene un armario literario lleno de cadáveres; hoy la madrileña Menchu Gutiérrez nos anima a asomarnos a la ventana, dejarnos ver y también a ver lo que hay fuera, y lo hace con una prosa fantástica; mañana es día de santos, los que estudiaron en las aulas salmantinas recogidos por Emiliano Fernández y Antonio Heredia, algo así como un santoral universitario, en el que tengo a la escritora Mari Ángeles Pérez López –y lo sabe—y también a Concha Pelayo, que traduce y crea, que también están mañana, antes del desembarco del Centro de Estudios Salmantinos el martes. Lo dicho, hay misterios en busca de autor.

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