No logro entender a los que se enfadan por el bien ajeno. Y ya cuando se muestra esa rabia en público contra personas vulnerables, pobres ... y que han sufrido el efecto huida de su insoportable zona de confort, ahí ya es que se me funden los plomos. Y no, no es buenismo. Hace años que dejé de creer en el país de los osos amorosos bajo el arcoiris de los unicornios y las hadas. Pero de ahí a encabronarse porque se trate dignamente a todas las personas, hay un abismo.

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Desde que empezaron a llegar a las costas de Canarias los migrantes subsaharianos y magrebíes en cayucos y pateras no he dejado de leer, escuchar y ver auténticas salvajadas impropias de seres racionales. Desde los que muestran abiertamente su rechazo a otras culturas, razas y religiones demostrando a pecho descubierto la cerrazón de su mente y la podredumbre de su corazón, hasta los que piden que los migrantes sean encarcelados en Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE) a pesar de que su único delito sea el de haber cometido una falta administrativa como la de entrar en un país de modo irregular.

La migración no es nueva, la migración es consustancial a la propia humanidad. Son más nuevas las fronteras. Los mapas físicos son infinitamente anteriores a los mapas políticos. Pero entiendo que, una vez acotados los territorios, organicemos las migraciones para evitar que se den situaciones como la de Canarias estos días, como la del paso a Estados Unidos desde hace décadas, como la que genera esclavitud en el infierno de Libia, o como el almacén humano de Turquía donde la Unión Europea paga para que se impida el paso a los refugiados sirios, a los hijos y nietos de los que acogieron a nuestros padres y abuelos tras la Segunda Guerra Mundial.

No me entra en la cabeza que haya quien se moleste porque los migrantes sean tratados como seres humanos, ya saben: una cama para descansar, una ducha para asearse, tres comidas diarias, la posibilidad de comunicarse con sus seres queridos, algo de ropa de abrigo y alguien que les explique cuáles son sus obligaciones y hasta dónde llegan sus derechos. Y si no caben en los centros públicos habilitados para estas situaciones, habrá que alojarlos en otros recursos. Y si los hoteles están cerrados por la pandemia, aunque estén plagados de estrellas por ser un privilegiado destino turístico, pues se abren y se les da un trato humano. Sin lujos, pero sin esconderlos como si nos diera vergüenza tratar con justicia y dignidad a personas que han arriesgado una vida que no merecía llamarse tal.

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Y sí, también hay que tratar con dignidad y humanidad a los que ladran, gruñen y aúllan en Twittter, a los discapacitados emocionales y a los hijos de puta sin más.

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