A qué te dedicas? ¿Es lo que siempre quisiste hacer? ¿Y por qué no te dedicaste a lo que te hacía feliz?”. El interrogatorio forma ... parte de la campaña publicitaria de un portal de búsqueda de empleo. Y las respuestas de los entrevistados son: “Me dediqué a esto porque parecía la apuesta segura”. “Llevo media vida trabajando en algo que no me llena”. “Lo que yo hubiera querido era ser maestra”. “¿Y por qué no seguiste por ese camino?”. “Por miedo”.

Publicidad

La entrevistadora sigue disparando, metiendo su dedo en llagas. “¿Falta algo más en tu vida?”, le dice a otra mujer que brota en lágrimas y confiesa que le hubiera gustado formar una familia, llevar a 3 niños todos los días al cole, correr cada mañana porque no llegan... Cuando uno empieza a pensar en lo despiadado de la entrevistadora y en que ella tiene el papel fácil con sólo preguntar y juzgar las vidas de los demás, entonces saca una foto de un adolescente. Y les pregunta uno a uno si saben quién es. Nadie conoce al joven. “Ese chico —les dice—, hace diez años decidió tomar las riendas de su vida. ¿No te suena el lunar de la barbilla?”. Y todos miran incrédulos de la foto del chico a la cara la mujer. Es el mismo lunar. “Soy yo —continúa—. Los cambios son duros, pero cuando lo consigues, son muy bonitos”. El spot termina entre abrazos, música y un eslogan: “Nunca es tarde para empezar a vivir la vida que queremos”.

La campaña en cuestión duele porque uno se ve reflejado. Por mucha suerte que tengas en la vida, siempre hay momentos en que te paras y callas, o te paras y no avanzas. Por miedo, por precaución. Por lo que pueda pasar. Porque más vale el “virgencita, que me quede como estoy” que lamentar un tropiezo después. Es cierto que a veces las obligaciones familiares o las económicas no permiten levantar el vuelo. Pero otras muchas somos nosotros, y sólo nosotros, los que no batimos las alas porque la caída siempre duele más cuanto más alto se intenta volar.

Pienso esto mientras veo jugar a mi hijo de casi 3 años. Sólo quiere correr, saltar, meterse en el charco más grande o subirse a la roca más alta. En su inocencia no sabe dónde hay peligro, pero ya estamos los mayores para recordárselo: que si corren pueden tropezar o que si suben tan alto se pueden caer. El miedo es un mecanismo de defensa y como tal se lo inculcamos. Pero el miedo paraliza. Y eso también es peligroso.

Publicidad

Encontrar el equilibro es el verdadero reto; conseguir dominar el miedo desde la confianza en uno mismo, lo ideal. Precisamente esta semana en que ha muerto Eduard Punset, me viene al pelo una cita suya: “La felicidad es la ausencia de miedo”. Y él sabía un rato de emociones. Así que intentemos ser felices, señores. Y valientes. Hasta para vivir sin miedo.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad